Masineando

Alfredo Mir Borruel

Estoy leyendo un libro en el que Isabel Allende le cuenta vivencias de su niñez a su hija Paula y mientras busco el inicio del siguiente capítulo, mi mente se para y se traslada en el tiempo al primer viaje que hice al Mas.

No le tuve nunca en cuenta a mi padre que me montara en aquel tren, teniendo yo unos ocho ó nueve años y, con la excusa de que iba a comprar unos caramelos para el viaje, me abandonó en aquel vagón a una hora temprana de la mañana en la que todavía estaban encendidas las luces de la estación de Francia. En vano resultaron las palabras de consuelo que me hacia el Paco “el Fino” a quién yo ni conocía ni trataba de creer las promesas de que me iba a llevar con mis abuelos del pueblo. Aquellos viajes que se iniciaban de noche y después de trasbordo en Caspe, otro trasbordo en Alcañiz y el último tramo, interminable, hasta el Mas de las Matas, pueblo que yo conocía por las referencia de mi abuela Cesarea, la misma que tuteló mi estancia de aquel verano y en el que proyectó el que no debía perder el ir a escuela.

Don Felipe fue de las primeras personas que yo conocí, recuerdo que era cobrador de la luz según me dijo la abuela y al mismo tiempo era maestro. Aunque no recuerdo mucho mi paso por la escuela, si que me impactó el cantar el “Cara al Sol” cosa que yo no tenía por costumbre. Aún así me gustó la tonadilla y que yo recuerde no la he vuelto a cantar sino es para hacer la típica broma que te despierta la nostalgia.

Comencé a familiarizarme con personajes como el ”Zacarias” un burro que compartía el establo de mi abuelo “el Pinos” con un pollino que nos soltaba a mí y a mis primos corriendo por las calles del pueblo. Me adapté pronto al menú del día (cocido de judias) que me enseñaron a llamar “picadillo” y que todavía hoy forma parte de mis preferencias gastronómicas. Alternaba con cordero asado, unas costillas que se salían del plato y que a mí me parecían exquisitas.

La siesta en el banco del abuelo alterada a veces por el pregón de mi amigo Jesús, a quién miraba por la ventana entre admirado y sorprendido, mi abuela amasando el pan y yo ayudando a llevarlo al horno del “Regacho”. Pronto me debieron ver la destreza en hacer café porque me asignaron la tarea de moler aquello que decían ser café, en un molinillo que todavía conservo.

Entre lo sofisticado que resulta ver hoy la oferta de sanitarios, no puedo dejar de recordar el retrete, en el que siempre merodeaban unas expectantes gallinas en busca de un regalo que les caía del cielo, mientras se te congelaba aquel trozo de culo que asomabas sin ningún tipo de vergüenza.

Me acuerdo que antes de salir de casa miraba hacia un lado y otro de la calle, porque en una ocasión, fui atropellado por el Perico, que galopaba en el más puro desenfreno calle abajo, sin que yo acertase a esquivarlo.

Confieso que me hice cazador furtivo, disparé a algún gorrión de los que había en los árboles de enfrente el tío Serafín y ví con sorpresa como se asaltaban los nidos que los pobres pájaros construían en los agujeros de las paredes.

Me divertí mucho en aquellos montones de brisa y creí ser el mejor portero del mundo tirándome al mejor estilo de Zamora. También me ví envuelto sin saber cómo, en un cruce de piedras en la plaza de la Iglesia sin saber a que bando me correspondía estar.

Sé que muchos de los que leaís éste escrito me diréis luego que me olvidé de tal cosa ó tal otra, pero ahora me vienen a la memoria éstas, que situadas en el contexto de un niño “de capital” resultaron chocantes y que sin duda, se gravaron en mi mente junto con las lágrimas de mis abuelas y las mías, al despedirnos en la plaza, mientras montado en el coche de no se quién, vi como se perdía de mi vista la silueta de la torre y, todavía es hoy, cuando esa misma figura me transmite alegría ó pena dependiendo de mi entrada ó salida del pueblo.