Mi querida relación

José Manuel Pastor Arrufat

¿Por qué a los tíos nos cuesta tanto, por lo general, dar el primer paso a la hora de proponerle algo a una chica que te gusta? Pero si proponer una primera cita a una chica es lo más cómodo del mundo. La chica no te lo va a poner nunca tan fácil, y aunque desee estar contigo, la primera respuesta siempre es “NO”. Así que puedes proponer lo que quieras, esperas la contestación y ya sabes que has roto el hielo.

- ¿Te gustaría venirte conmigo una semana a París? Nos hospedaríamos en el hotel más caro y lujoso de la ciudad, y yo corro con todos los gastos.

- No. Te lo agradezco. Pero tengo planes con mis amigas. Vamos a hacer una tarta para un cumpleaños. Otra vez será, gracias.

Perfecto. Y tú con tus amigos para ver el fútbol y beber cervezas. No tienes que cambiar los planes.

Por supuesto, la próxima vez hay que proponer algo más real, no vaya a ser que cambie la contestación. Pero la eterna pregunta. ¿Qué? Lo mejor es conocer algo de sus aficiones, a ver si coincides con alguna. Sino, eliges una:

- Este fin de semana me lo voy a pasar en la Biblioteca General. Tengo que hacer un trabajo sobre Dante para la Universidad.

- A mí también me gusta leer – le dices-, si quieres te ayudo a hacerlo.

Y ahí estás tú, con la camiseta de Rambo, tirándote pedos por culpa de las alubias del mediodía y sin afeitar, leyéndote La Divina Comedia, cuando lo más largo y complicado que habías leído hasta entonces son las instrucciones de la caja de condones.

Ahora ya puedes confiar en ti, te has tragado La Divina Comedia por ella. Te da ya un margen de confianza. Y le propones, por ejemplo claro, hay infinidad de propuestas, ir a cenar.

- Bueno, vale. ¿Dónde vamos?

- Conozco un italiano aquí cerca – le propones.

- Un italiano no. La pasta no me va.

- ¿Y si vamos a un mexicano?

- Me produce unos ardores de estómago el picante que ponen, que no concilio el sueño en toda la noche.

- ¿Y un restaurante chino? ¿O un japonés?

- ¿Pero acaso tú sabes lo que pides en esos sitios?

- Pues a uno de aquí, ya sé, conozco uno que hace unos churrascos…

- No puedo comer grasa. Estoy a dieta. ¿Por qué no vamos a un vegetariano?

- Yo no conozco ninguno – dices.

- Yo sí. Venga, ven. – te coge de la mano- es un sitio que está muy bien.

Y ahí estás tú comiendo ensalada. La última vez que comiste ensalada, Marco perdió a su madre y Heidi se independizó de su abuelo y se fue a vivir con Clara, que era lesbiana. Por si fuera poco, cuando ya te relajas y has aceptado comer hierba como un caballo, ella salta:

- Oye. ¿Lo de París sigue en pie?

De poco me atraganto.

Y es que el siguiente paso es una salida de un fin de semana, “para probar” te dicen. Para probar ¿qué?. ¿Cuánto dinero se puede llegar a reventar en sólo dos días?. Así que preparas un viaje: alojamiento, comida, lugares a visitar, precios, un plan B por si falla el primer lugar elegido… Vas a casa, pones la lavadora y te lavas la ropa que lleva dentro del bombo la friolera de tres meses, la planchas, eso una vez que la encuentras porque no sabes donde la dejaste la última vez…

- Ah, si. Está de pisapapeles encima de la mesa del escritorio, justo debajo de unos calzoncillos y una camiseta de Iron Maiden.

Y te preparas la maleta del viaje. Por supuesto, por nivel de importancia, lo primero que metes es una caja de condones. Ya está, todo preparado para visitar Santiago de Compostela. Te relajas en el sofá y suena el móvil:

- Hola cariño.

Atención. Cuando una mujer empieza con “hola cariño” ponte en guardia.

- Me he encontrado con mi amiga Marta. Dicen que se van el fin de semana a Benidorm, al chalet de los padres de su novio, y han tenido el detalle de invitarnos. Claro, yo no me podía negar.

Y tú soplas.

- ¿Pasa algo mi amor?

Esta segunda frase significa que más vale que no me contradigas o tendremos nuestro primer “pollo” de pareja, y que vengas tú o no, yo me voy a Benidorm.

- Está bien, de acuerdo. Ahora te dejo.

- ¿Dónde vas?

- A anular todo un viaje, y a comprarme un bañador.

Cuando cuelgas, abres la bolsa y pones otra caja de condones. Toda resignación debe tener su recompensa.

- Que te lo has creído.

La relación va viento en popa. Esta vez sí que el éxito de la misma está asegurado. Ante unas perspectivas tan halagueñas, no cabe la menor duda que es el momento de vivir en pareja. Lo primero es decidir en cual de los dos pisos.

- A mí de mi piso no me saca ni Russell Crowe. – dice ella.

Bien, ya está solucionado. Haces la maleta y te instalas en su piso. Por supuesto, te llevas sólo lo imprescindible, sobre todo en ropa, porque como es lógico ella no va a perder sus tres cuartos de armario ropero para meter tus camisas sudadas, tus tejanos de John Wayne y tus calzoncillos de Tarzán de los años cincuenta. Bien, lo siguiente que hay que compartir es la cama:

- ¿Tú en qué lado duermes? – te pregunta.

- Yo mirando hacia la pared.

- Anda, coincidimos en todo. Yo también.

- Ah, pero no te preocupes, puedo dormir en el otro lado sin problemas.

- ¿Seguro, cariño?

- Claro, qué tontería.

Que tontería, si. Las tres de la mañana ya y sin pegar ojo. No es que hayas contado ovejitas, es que has contado el arca de Noé completa.

- Eh, que esa jirafa ya había pasado antes.

Te intentas mentalizar de que estás en tu lado de siempre. Sí, a tu mente vas a engañar tú, como si no te conociese. Te levantas cinco veces, vas al salón, te fumas diez cigarros, y por fin lo decides.

- Bueno, por una noche que duerma en el sofá.

Si el sofá no es lo suficientemente persuasivo, te pones la televisión en voz baja. No hay nada mejor para coger sueño y sentir abatimiento que la programación televisiva. Por eso siempre en los salones, por lo general, el sofá se coloca enfrente del televisor.

Respecto a esto, al televisor digo, obtienes otra ventaja que no tenías antes como independiente: conoces nuevos programas de alto contenido cultural como Gran Hermano, La isla de los Famosos, Fama o Tal Cual lo Contamos. Eso sí, el fútbol no lo dejo, una vez a la semana me voy a mi antiguo piso.

- Me voy al piso viejo –dices para revalorizar el suyo, que están las paredes que se caen.

- ¿Otra vez? ¿Ahora qué vas a buscar?

- Nada, … eh… un libro que estaba leyendo sobre… sobre… sobre entender a Dante. Sí, eso es.

- Vale cariño. Cuando vuelvas me dices cómo ha quedado el partido, que ya estoy harta de hacer la primitiva, y esta semana he cogido la Quiniela.

La verdad, no hay nada como compartir los grandes momentos en el salón, un momento social muy importante en toda relación, en el que se repasa el día a día cotidiano, y si no es el caso, ella ve “Mira quien baila” y yo, para acompañarle, leo los ocho tomos de “Caballo de Troya”.

El tiempo pasa. Las diferencias son cada vez más obvias e insalvables. Hay que tomar una determinación. Te armas de valor, después de haberle dado diez mil vueltas a la cabeza y cuarenta mil al salón. Lo digas como lo digas, va a ser una situación desagradable, seguramente porque las relaciones no están ideadas para el fracaso, sino para el éxito colectivo. Bueno, hay que decirlo. Te envalentonas bebiéndote dos copas de cazalla, te acercas a ella y le dices:

- Cariño, tengo algo que decirte.

- Qué casualidad. Yo a ti también.

- Tú te frenas y piensas: ¿Y si va a decir lo mismo? Voy a dejar que hable ella primero, siempre es mejor quedar como la víctima.

- Dime, mi amor – le animas.

- No. Tú primero.

- No, tú. Seguro que lo mío puede esperar.

- Está bien. Agárrate… Estoy embarazada.

Te quedas blanco, casi sin aliento, no sabes cómo reaccionar. Y haces la típica pregunta:

- ¿Estás… segura?

- ¡Te he dicho que estoy embarazada, ¿no?! Maldita sea, pero qué os pasa a los hombres, que no es tener la lepra, j…

Y entonces, haces una segunda pregunta más molesta aún que la anterior.

- ¿Y es … mío?

- No, es de Joaquín, el vecino del quinto. Pues claro que es tuyo, a ver si ahora va a resultar que me he tirado a todo el bloque.

Te callas. Giras sobre tus pasos y te diriges hacia la puerta. Ella te mira asombrada y te dice:

- Cariño. ¿Adónde vas?

- A comprar pañales, a tirar esos malditos condones a la basura y a hacerle tragar toda la caja de pastillas anticonceptivas a tu ginecólogo.

Un final feliz.