Celia Andrés. Una pincelada
Ricardo Martín

Colgado en la pared blanca del comedor de casa, un pequeño bodegón con unas manzanas rojas apiladas sobre un mantelillo orlado de blanco. Trazo rápido y firme. Sencillo, cuidado. Un gusto exquisito. Una muestra del arte de Celia, que estará siempre entre nosotros en sus cuadros y en el recuerdo de su sensibilidad y de la firmeza y bondad de su carácter.

Masina hasta la médula. Contagió su entusiasmo por el pueblo a Salvador, su marido, que procedía de la lejana isla de Malta. Los dos nos han dejado y ya se habrán reunido en el Cielo. Allí estarán disfrutando del supremo arte del Creador. Esa manifestación de la bondad de Dios, que tan sólo pudieron entrever aquí en la tierra.

Todavía les guardo entre mis mejores recuerdos de aquella época en la que emprendimos la quijotesca hazaña de restaurar la ermita de Santa Flora. A base de trabajo voluntario, sin ayuda oficial. Y entre los voluntarios, Salvador y Celia. Horas y quehaceres. Como ellos sabían. Restaurando los frescos del Altar Mayor. Aun parece que les veo con la bata y los pinceles en los andamios. Salvador, con su buen gusto y no menos arte, en lo más alto. En el techo, que tenía mas difícil acceso. Y Celia, desde abajo, dirigiéndole y guiándole. Santa Flora desde el fresco de la pared parecía sonreírles, complacida con su devoción y con su entrega. Ahora, les habrá acogido con los brazos abiertos.