La espiritualidad que se vislumbra (II)
Jesús Timoneda Monfil

Nuestra época es muy poco o nada coherente si la comparamos con otras épocas anteriores. En el mismo espacio y tiempo se hallan los elementos más contradictorios de nuestra historia conocida. Las aspiraciones más profundas junto a las mayores bajezas, los mayores ejemplos de unidad entre pueblos junto a la proliferación de los nacionalismos más exacerbados, la mayor riqueza junto a la mayor miseria. Esto origina conflictos, tensiones. A veces el conflicto es necesario, no porque salga la luz, pero si porque de vez en cuando sirve para clarificar las posturas de cada cual.

Hay seres humanos que tienen actitudes regresivas. Son aquellas personas para las que el viejo paradigma, los viejos valores, están aún vigentes. Quienes los mantienen no conciben los nuevos valores porque se siguen identificando con los viejos, a los que se aferran y defienden desesperadamente.

Las actitudes pasivas vienen representadas por quienes han entrado en la crisis personal, pero aún permanecen en el vacío producido por un mundo de referencias que se les hundió, al cual todavía no han sustituido. De ahí que no quieran saber nada del pasado y al mismo tiempo no conciban un futuro.

Las progresivas, por su parte, son aquellas actitudes que nacen en los seres que, habiendo pasado su crisis personal, han buscado y encontrado una alternativa efectiva a los viejos valores, alternativa que sienten, comprenden y van aplicando, viendo su validez en la superación de los problemas que acucian al mundo de hoy.

La espiritualidad que se vislumbra es la que concibe al ser humano como un ser completo, integral, equilibrado, en cuyo seno estén desarrolladas todas las cualidades propias del espíritu. Que sea espontáneo, libre, sin condicionamientos mentales, con los mínimos códigos posibles, que no necesita intermediarios con lo Superior, ni interpretadores. La relación se realiza directamente desde el corazón del ser humano.

La nueva humanidad no necesita pastores, ni guías, ni sacerdotes, porque ha dejado de ser rebaño. No necesita templos porque todo lugar es sagrado. La Naturaleza es el mayor templo, pues es la manifestación de Dios. No necesita cultos, ni ritos, ni ceremonias, basta con el pensamiento sentido del momento, sincero altruista, auténtico, positivo.

El ser humano de la espiritualidad que se vislumbra no define a Dios, no se lo imagina, lo siente, lo intuye, lo comprende a través de sus manifestaciones. Dios se concibe como la expresión de la máxima sabiduría, el máximo amor, la mayor potencia creadora. No existen "pecados", en todo caso errores, y siempre nuevas oportunidades de rectificación. Tampoco necesita "enemigos" contra quienes luchar, pues todos tenemos luz y oscuridad, si bien la oscuridad como tal no existe, ya que simplemente es ausencia de luz. No necesita ídolos, aunque reconoce la labor de algunos maestros, pero no endiosa a ninguno de ellos. La espiritualidad nace de la conciencia, no de la creencia o la tradición. Se actúa por amor hacia todos y hacia todo.