Caminos y senderos del Maestrazgo
Ricardo Martín Mir
(Relato con mención especial en el I Concurso de Relatos del Maestrazgo)

En aquel momento, hubiera dado toda su fortuna por estar en la lumbre junto al fuego. Escondido tras unas matas, tiritando de frío, mirando fijamente el sendero que bajaba a la huerta, aguardaba un fatal desenlace. Las casas de la masía se adivinaban entre las sombras, tan apenas iluminadas por un pedazo de luna que, a intervalos, se dejaba ver entre los negros nubarrones. El agua del molino sonando monótonamente, las ovejas del cercano corral y unos ladridos de perros, rompían el silencio de la noche.

Le buscaban. Aún no acababa de comprender porqué, una pandilla de hombres armados y una jauría de perros se acercaban a su escondite. Alguien le había delatado. Envidias, viejos rencores, odios, miedo, eran ese alguien que a gran velocidad su mente trataba de averiguar. Su cerebro daba vueltas y vueltas en la vorágine de un torbellino de ideas y recuerdos que pugnaban por ordenarse en su cabeza. Toda la frialdad que había mostrado para planear su huida y su escondite, se había trastocado en pocos segundos. El lugar elegido, la posición a adoptar en el agua para no ser olfateado por los perros, la espesura de las plantas que le ocultaban, el meticuloso borrado de las huellas y rastro que dejaba a su paso, daban idea de haber sido pensados por un individuo muy inteligente y con una gran capacidad de organización y adaptación.

Aquel invierno estaba siendo crudo, pero la alegría con que se vivía la matanza de los cerdos y el toro en el Mas, llenaba a todos de ilusión y permitía olvidar por unos días la dureza del trabajo en el campo y la crudeza del tiempo. Toda la familia reunida: la bisabuela; las abuelas y abuelos; los padres y los tíos; los hermanos y primos. No faltaba nadie. Incluso habían posado para un retrato de recuerdo. Algunos habían venido de los pueblos cercanos donde habitaban, pues en la masada solo se quedaron, de todos los hijos: “el hereu” con su familia y los hermanos solteros junto a sus padres y abuelos que aun vivían. También algún criado, que se consideraba uno más de la casa.

Los bailes y las risas de los jóvenes, el tañer de una guitarra, las canciones alegres y la animada conversación de los mayores en torno al fuego, hacían de la fiesta un regocijo general. Aun las mujeres, que, con sus largas sayas y sus delantales, atizaban el fuego y daban vueltas al contenido del caldero donde se cocían las morcillas y carnes, o que elaboraban las longanizas y chorizos, ayudadas por los pequeños que se peleaban para empujar el émbolo en las rudimentarias máquinas de embutir, se veían alegres y sudorosas por el ajetreo.

Habían toreado el toro en la era. Una vaquilla pelirroja de mirada torcida que, atada con una cuerda, fue el deleite de los mas atrevidos que osaron acercarse. Ahora, las mejores piezas de la carne del toro y del cerdo, eran cocinadas para proveer la enorme mesa del salón, parada para la cena. El abuelo iba a presidirla, y sus palabras serían escuchadas con respeto y veneración. Nadie osaría discutirlas. La abuela, que apenas sabía leer y poner su nombre en un papel, tenía la piel curtida por el sol de la siega y el aire frío del invierno en el campo. Era un profundo pozo de saberes prácticos y enseñaba a los hijos y nietos el valor del trabajo y del esfuerzo, y el sagrado respeto a las leyes de Dios y de la naturaleza. Sabía de curar enfermedades de personas y animales con yerbas, frutos y semillas que se criaban en aquella tierra. En el viejo baúl guardaba el beleño para aliviar el dolor de muelas y el té de roca que curaba los trastornos de estomago e intestino, la ruda, la jadrea o ajedrea para aliñar las olivas, el tomillo para las infusiones, y así un sinfín de variedades de plantas secas y semillas. Hasta una piel de culebra se almacenaba en tan improvisada rebotica para las heridas de las ovejas. Con las otras mujeres, urdían y planeaban los guisos, la despensa, el cuidado de los hombres y el futuro de los hijos y nietos. Acabada la matanza, había que empezar el lavado de ropa y la colada. También hacer jabón con las grasas que sobraban del cerdo. Un trabajo constante, de sol a sol, sin apenas descanso.

Juan y Pilar, se despidieron después de la fiesta. No habían dejado de mirarse a hurtadillas en toda la cena. Los padres, habían concertado el matrimonio y ellos lo consideraban uno mas de sus juegos infantiles. Aun eran muy jóvenes para saber que sentido tenía. Crecieron juntos y siempre se alegraban al verse. A veces peleaban entre bromas y risas, o se tendían en la paja de la era en la época de trilla, para contar juntos las estrellas de la noche. Eran primos hermanos y apenas conocían otro mundo que aquel limitado de las masías. Los otros hermanos, primos y primas, y los chicos de su edad, les decían “los novios”. En unos dos años, para la primavera, serian marido y mujer y vivirían en la masada y la heredarían a la muerte de los padres.

Juan, a veces iba con el abuelo recorriendo el contorno a comprar la lana de las ovejas. A lomos de una mula poderosa y rebelde que sólo a ellos obedecía. Llegaban hasta Morella con la recua cargada de grandes sacos que el abuelo tan bien sabia tratar y vender a los tejedores de las fábricas de mantas y alforjas. Conocía los caminos y senderos y adivinaba las tormentas y peligros. En los años de guerra entre carlistas y liberales, compraba el respeto de unos y otros, que le dejaban seguir con su comercio. Muchos en la comarca, le debían favores y préstamos. Trigo, harina, miel, ovejas, caballerías, dinero. Una buena administración y mucho trabajo, hacían que la familia prosperase. Había traspasado sus límites para salir a comprar y a vender. Diversas tierras y masías eran suyas y tenía que visitarlas con frecuencia para la siega y la trilla, el esquilo de las ovejas, o para vigilar el trabajo de los criados y masoveros que las tenían a su cargo. Los mulos y caballerías eran una pieza clave en la actividad diaria y se estimaban casi tanto como a las personas. Conocían a los animales y sabían tratarlos mejor que a los hombres. Eran el medio fundamental de trasporte por los polvorientos caminos, entre las peñas, riscos o barrancos.

Pilar no había salido nunca de la masada. Tan sólo los domingos, para ir a Misa, iban al cercano pueblo que tenía una iglesia y tres o cuatro docenas de casas. Únicamente a las fiestas se veía un micromundo bullicioso y colorista. Tenderetes de feria con dulces y baratijas, trajes nuevos, balcones engalanados, un gaitero y un tamboril, unos danzantes. En primavera, de todas las masadas acudían para emprender la romería a Santa Bárbara a pedirle favor en las tormentas. Un largo camino que llagaba hasta la cima del monte donde estaba la ermita. Los mozos portaban con devoción, a hombros, una talla en madera de la santa. De vez en cuando, paraban ante un peirón con una hornacina para rezar unas oraciones y cantar aleluyas. Sabía que a primeros de Septiembre se emprendía una procesión al Santuario de la Balma y salía la gente del pueblo y de otros muchos lugares de la zona. Había oído contar tantas cosas, que siempre deseaba poder ir algún día. La lucha entre el bien y el mal, representados por el ángel y el diablo entre estruendos, cohetes y clamores; las ofrendas a la Virgen; los exvotos de cera en la cueva. A veces se le erizaba el cabello al pensar en las narraciones de endemoniados que había oído a las abuelas, y en cuya curación Nuestra Señora tanta intervención tuvo. Una tía lejana había muerto entre estertores y ella la llegó a conocer. La gente decía que estaba poseída, pues sus espasmos epilépticos daban píe para pensar en ello.

Ahora Juan, en su escondite gélido, encontraba calor evocando el día de su boda. Aquel año había sido de buena cosecha. Además, los precios eran altos y su padre vendió muy bien la lana y la seda. Por eso preparó un gran banquete para los invitados y hubo música y alegría. Se mataron corderos, capones, conejos e incluso un ternero. Las tortas, almendrados, roscones, mantecados y dulces que las mujeres habían estado elaborando y cociendo en el horno de leña que había en la masada, aguardaban en barreños cuidadosamente decorados, la hora del postre. Los novios se habían dado el sí en la cercana ermita de la Virgen del Pilar. Allí habían sido bautizados y se casaron sus padres y sus abuelos. Ella llevaba unas sayas de seda, que ya había llevado en la boda su madre, y un mantón ricamente bordado. En la cabeza una corona de flores blancas y mantilla de encaje por la que asomaba un bello rostro ruborizado y confuso. Juan la acompañaba con gran aplomo y decisión. El calzón y las medias de hilo, el chaleco y el pañuelo de seda atado a la cabeza, le daban un porte distinguido y elegante. La gente se arremolinaba en torno a la ermita engalanada para ver a los novios. Al terminar la ceremonia, él la montó a la grupa en un precioso caballo de crines plateadas y se fueron acompañados de los amigos, que con sus sombreros, trajes y monturas, formaron una bulliciosa comitiva que partió al trote de regreso hacia la masía. Los novios, en el gran salón, presidieron el banquete. Los invitados comieron y bebieron en las diversas estancias de la casa, donde se habían parado las mesas. Incluso en la noble habitación de los padres, que estaba en el viejo torreón de piedra, había comensales. El gaitero y el tambor del vecino pueblo de Zorita, sonaban alegres. Un par de guitarras, el laúd y la bandurria, acompañaron a los cantadores de jota. Los chiquillos correteaban entre las mesas. Se vaciaron los cántaros del buen vino de la última cosecha y todo fue alegría y contento hasta el anochecer.

Al día siguiente, salieron a caballo a pasar unos días a casa de los tíos que vivían en la ciudad. Y luego, otra vez el trabajo en el campo y el primer hijo que tanta alegría les trajo. Pilar era fuerte y podían venir más, pues todos los brazos eran pocos para trabajar la hacienda.

Al amanecer, la fiebre aun golpeaba su cabeza. Cuando los hombres y los perros se alejaron, salió del agua y caminó lentamente hacia un viejo y semiderruido pajar que había cerca de las casas del mas. Allí, cubierto por la paja para no ser visto, consiguió dormir dos o tres horas. Con la tenue luz del alba, que había sido poco madrugadora porque el cielo estaba cubierto de nubes, emprendió un difícil camino por sendas tan apenas pisadas, entre roquedos y cascajos. Llegó por fin, cuando el sol despuntaba, a una solitaria y escondida masía donde vivía un amigo de confianza. Los perros se le acercaron amistosamente. Los había criado de cachorros y le tenían afecto. Entró en el interior de la casa por el corral de las ovejas, reptando como una serpiente a través de una escondida grieta en la pared, y despertó a su amigo que aun roncaba.

- Joaquín, soy Juan. Hemos de hablar urgentemente. - Susurró débilmente para no ser oído por el resto de masoveros que dormían.

Joaquín se despertó sobresaltado pero no tuvo miedo, pues tan solo un hombre podía entrar de esa forma y enseguida le reconoció.

- Hola Juan, ¿qué ocurre?. ¿Qué haces aquí a estas horas?.

- Me persiguen. He tenido que huir de la masada y he de ocultarme si quiero seguir con vida. Alguien me ha denunciado, no se por qué razón, y vienen a por mí. Han matado a tres de mis amigos y buscan a mi padre, de quien hace días que no sabemos nada. Tú me hablaste de una cueva en las buitreras que nadie conocía y voy a ir a esconderme.

- Es arriesgado. Puede ser una trampa. Casi nadie sabe nada. De su existencia solo hablan los rumores y es muy peligroso ir allí. Creo que nuestro criado Daniel conoce algo. Él es un buen escalador y puede acompañarte a encontrar un refugio. Si quieres ahora mismo voy al pueblo y hablo en tu favor para que no te persigan.

- No, Joaquín, te lo agradezco. Pienso que la situación no es buena. Están sedientos de sangre. No atienden a razones. Les ha cegado el odio que les han inculcado, y ha prendido la hoguera. La ley no existe. ¿Para qué? – dicen -. No, Joaquín, no quiero comprometerte.

- Se lo diré a Daniel y esta noche te acompañará. Hoy, vete a nuestro refugio en la Umbría.

Se fue por el barranco. El agua brotaba entre unos juncos donde nacía la fuente. De pronto le sobresaltó el ruido de un animal, quizá una liebre, que salto a poca distancia. Cada vez se cerraban mas las peñas y al final, en una “clocha” de la roca, se escondió tras los zarzales que brotaban de forma salvaje. Allí, se había agazapado tantas veces con su amigo Juan a la espera de que los animales fuesen a beber al pequeño remanso, que se encontraba como en una estancia mas de su casa. Desde allí, quietos y en silencio, observaban el ir y venir de los animales y los pájaros que acudían a beber.

Al mediodía se oyeron unas voces y dos cazadores pasaron a lo lejos sin reparar en la oquedad del roquedo.

Al caer la tarde, llegó Daniel que silbó varias veces tras mirar y escuchar en todas las direcciones. Juan salió de su escondite y fue a su encuentro. Daniel le habló rápidamente de aquel lugar oculto, casi inaccesible, en la peña cortada, al borde de un precipicio, donde ya algunos estaban escondidos y a los que, esa noche, iba a llevar comida y utensilios. Caminaron deprisa hasta coronar el monte. Las nubes se adueñaban de todo y una débil luna alumbraba a intervalos un camino poblado de aliagas y romeros. La suficiente luz para que Daniel se orientara atisbando la silueta de las muelas recortadas, y valiéndose de su experiencia de pastor que conocía palmo a palmo aquel terreno. Hasta los ruidos de la noche les eran familiares y les infundían tranquilidad y sosiego.

A buen paso, después de mas de una hora de camino empinado, llegaron al pié de una pared de roca. Daniel silbo de forma entrecortada, imitando algún pájaro, y le respondió otro sonido similar. Al cabo de un rato, se oyó algo rozando la pared y apareció una cuerda que bajó de lo alto. En ella Daniel ató todos los enseres que traíamos y fueron izados rápidamente. Pasó un tiempo de silencio que a mi se me hizo eterno. Daniel, pese a su valor y fortaleza, se veía nervioso esperando. Al cabo de una hora, de nuevo los silbidos, y un hombre que bajaba atado a la soga.

Hola Daniel. ¿Quién es este hombre que viene contigo?.

- Es Juan, de la masía Roya. Le buscan y necesita refugiarse.

El hombre, se llevó a Daniel aparte y discutieron. Se les adivinaba por los gestos que no era bien recibido, pero al fin, el hombre y Daniel me ataron a la cuerda y desde arriba me izaron y trepé agarrándome a la pared, ascendiendo penosamente. Al fin pude llegar a una repisa donde el par de hombres que habían tirado de la cuerda, me ayudaron y me dijeron la forma de entrar reptando por un orificio a la caverna.

En tiempos prehistóricos, aquel extenso territorio era muy rico. El río, el bosque y los animales que lo poblaban en abundancia, hacían de él un paraíso. Cabras monteses, toros, liebres, rapaces y perdices, permitían al hombre cazar y alimentarse de su carne y de los frutos silvestres. Aun quedan vestigios de aquellos primeros pobladores. Los abrigos pintados, se conservan extraordinariamente. El arquero, el torico, escenas de caza con la figura humana, son algunos temas de las decoraciones murales. El abrupto terreno les permitió vivir y refugiarse al resguardo del clima y de las fieras.

Al ver el interior de la cueva su pensamiento voló hacia esos hombres primitivos que quizá también la habitaron en el pasado. En contraste con la estrechez de la boca de acceso - tan solo una rendija en la roca -, amplios espacios interiores con recovecos y derivaciones que se adivinaban a la luz de los candiles y linternas, daban una sensación de holgura y de acogida. La temperatura dentro era agradable. Varias personas le saludaron amistosamente. Alguien que parecía el jefe, le recitó un decálogo de normas que debía cumplir a rajatabla en su estancia con ellos, y también en sus actuaciones y su comportamiento en el futuro. La pena por incumplirlas sería extrema. Se trataba de una especie de sociedad secreta en un lugar secreto, y era necesaria una férrea disciplina para la supervivencia de todos y cada uno de los refugiados. La comida, el agua, la ropa,... todo debía ser dosificado. Inclusive las necesidades corporales o las propias emociones habían de ser controladas para poder sobrevivir en aquel espacio reducido y oscuro tan numeroso grupo de personas.

A veces salían a la luz, pero la discreción fue tanta que no lograron encontrarles. En algún momento hubo alguien de un pueblo cercano que sospechó del criado al ver que iba y venía por la noche, pero un fiel amigo de los fugados le amenazó de muerte a él y a su familia si osaba delatar cualquier sospecha.

Pasó el tiempo. Fueron meses de zozobra e incertidumbre, de penalidades y privaciones. Cundió a veces el desánimo y alguien quiso salir, pero no le dejaron. Peligraba la vida de todos si le hacían hablar o se iba de la lengua. Otras veces, todo era armonía y diversión. Idearon formas de matar el tiempo para que no se hiciese eterno. Jugaban a las cartas; hacían un diario; componían canciones e incluso un himno de su gesta; charlaban y soñaban con el exterior. Hasta que al fin, alguien trajo la noticia de que un nuevo orden se estaba estableciendo y con el mismo sigilo con que habían llegado, salieron para unirse a quienes lo implantaban.

Juan pudo besar de nuevo a su hijo y a su esposa y, al cabo de los años, logró que aquella pesadilla desapareciera de su mente.