MEMORIAS DE... ALFONSO ZAPATER

Artículos publicados en EL HERALDO DE ARAGÓN, en la sección MEMORIAS DE... del autor ALFONSO ZAPATER

Aguaviva y su típico Molinico

Infancia entre el monte y la huerta, escuchando el murmullo del agua.Salió una ley absurda e injusta que prohibía moler trigo a los molinos harineros que se encontraran a menos de 10 kilómetros de distancia de las fábricas harineras más próximas, quedando relegados solamente a cereales para pienso. Esta medida obligó a mi padre a abandonar el molino de Urrea de Gaén y alquilar el típico Molinico de Aguaviva, a orillas del río Guadalope, que distaba sólo un kilómtro de Mas de las Matas y cuatro de la localidad a cuyo término municipal pertecía. Lo de típico todavía queda a la vista, con su evidente pintoresquismo, ya que se accede a él bajo un arco que da vida a un acueducto por donde discurre la acequia que antaño daba vida a la insdustria hidráulica, con una atractiva cascada en su parte izquierda. El acceso, abajo, lleva al edificio, que se levanta a la derecha, con sus carcamos en arco de medio punto también. Muchos pintores acudían a captar en su lienzo tan bello paisaje, situándose en un monte abovedado de enfrente. Ellos me enseñaron a dar mis primeras pinceladas al óleo, en especial un estudiante de Medicina de Mas de las Matas, Miguel Perdiguer, que más tarde pasaría su vida profesonal como ilustre médico del hospital de Alcañiz. Eran los años de la postguerra, los del hambre, cuando existían las cartillas de racionamiento, aunque hasta el molino no llegaran tan acusados aquellos apuros, porque nunca faltaba el pan blanco. Sucedió a partir del año 1940, cuando la gente predecía los peores augurios con estas palabras: “El cuarenta y uno, no comerá pan ninguno; el cuarenta y dos, ni Franco ni Dios”. Nosotros estábamos a salvo de ello porque disponíamos de una huerta para criar verduras y un corral lleno de animales: cerdos, gallinas, pavos, patos... Durante los veranos, contaba con la presencia de de mis primos, ya fallecidos, Rosita, Alberto, Jorge y Gonzalo, los dos primeros hijos de mi tía Manolica, hermana de mi madre, y las segundos, de mi tía Ángela, hermana de mi padre. Juntos recorríamos el monte y el hermoso barranco que desembocaba a la altura del Molinico. Un poco más arriba había unas lastras en forma de tobogán, que utilizábamos a diario, aun a riesgo de rompernos los pantalones. Además, mis padres tenían una dócil borriquilla que nos acompañaba en los juegos, un perro llamado Chamaco y la perra Linda, auténtica setter irlandesa, regalo de mi tío Alberto.

Madurez insólita en la infancia

Siempre me gustó madrugar. En el Molinico lo hacía para trasladarme a Aguaviva a buscar la leche destinada al desayuno. Los cuatro kilómetros de distancia se reducían casi a la mitad atajando por los caminos del monte. Luego iba a la escuela de Mas de las Matas, de manera que sólo tenía que recorrer un kilómetros más, salir a la carretera, cruzar el puente sobre el río Guadalope, que entonces todavía carecía de barandillas, y enfilar la recta hasta el pueblo. La carretera estaba sombreada por gigantescos cerezos, y en el último tramo se alzaba la casa del Tío Isidro, famoso por ser el encargado de decir la mojiganga - allí, mochiganga- en la popular fiesta de San Antón. El Tío Isidro se casó en segundas nupcias con Socorro y el enlace fue celebrado con una gran cencerrada, como respuesta a sus dichos satíricos de la mojiganga, donde se metía con todos entre el regocijo general. Más tarde, sería sustituido por el Tío Cueva. Yo leía mucho por las noches, aunque no libros escolares, por lo que mis padres me preguntaron cuándo hacía los deberes, y yo respondía que duante el trayecto que me separaba de la escuela. Se extrañaron un tanto, pero comprobaron que sucedía así, De ahí mi madurez insólita en la infancia. De paso, buscaba determinados entretenimientos, al margen de los recreos en la escuela, que no solía utilizarlos. Uno de ellos se centró en mi experiencia como paracaidista ocasional, que llevé a cabo arrojándome con un paraguas desde lo alto del acueducto del Molinico. El paraguas era grande, familiar, de color negro, naturalmente, y se me volvió del revés, doblándose hacia arriba. Me di una gran costalada, sin otras consecuencias. Decidí repetir la experiencia atando unas cuerdas en los flejes de la tela, uniéndolas en el mango; pero mis padres no me dejaron seguir adelante. Lástima. Para calmar mis inquietudes, decidí domesticar un gorrión al que puse de nombre Perico. Lo cogí recién salido del huevo, en uno de los nidos que poblaban la fachada del Molinico. Al principio no había manera de darle de comer, hasta que le obligué a ello abriéndole el pico por la fuerza y metiéndole con un palillo almendra masticada previamente. Pronto se acostumbró y ya no hizo falta forzarlo. Creció y se alimentó por su cuenta. Lo instalé en una jaula sin puerta, de la que salía para seguirme siempre que escuchaba su nombre. Nadie podía creer aquello, ni siquiera mis padres. Merece la pena contarlo con más detalle.