Cuento para los peques "Historia del águila y la tortuga"

Jesús Cortés Serrano

Era un tiempo pasado en que vivían muy pocos hombres sobre nuestro planeta Tierra. De esto hace muchos miles de años, tantos, que el hombre de aquel entonces era un ser muy vulnerable y estaba muy a menudo expuesto a grandes peligros tanto de tipo meteorológico (grandes tormentas, huracanes, riadas…) como a los peligros que le ocasionaba su trabajo que, a parte de la pesca y recolección, era la caza de grandes mamíferos (osos, lobos, ciervos…).

En este tiempo en que las montañas todavía se estaban formando y en un altísimo acantilado desde el que se divisaba una inmensa llanura salpicada de árboles y monte bajo, en un saliente rocoso había fabricado su nido papá y mamá águila. No eran unas águilas normales, eran una de las especies de águilas más grandes que existen, eran las reinas del cielo, eran águilas imperiales, con un pico tan poderoso que era capaz de romper el hueso de la pierna de un hombre de un solo picotazo, con unas garras provistas de unas uñas que nada tenían que envidiar a los cuchillos que portaban en su cinto los humanos, y no sólo eso, sino que tenían una fuerza tan extraordinaria que eran capaces de transportar a gran altura a piezas que ellas cazaban y que variaban desde un conejo o una serpiente hasta una cabra, a las cuales elevaban con sus poderosas garras a una altura considerable para luego soltarlas yendo a estrellarse sobre el suelo. Su vuelo era elegante y majestuoso el cual realizaban con unas fabulosas alas que llegaban a tener tres metros de envergadura, y a todas estas características de excelentes cazadoras se les añadía una vista maravillosa que era capaz de divisar a las piezas desde centenares de metros de altura.

Sobre ese saliente del acantilado y a una altura de 200 metros, mamá y papá águila, vuelo tras vuelo y viaje tras viaje iban llevando palos y matojos así como hierba seca para fabricar su nido. Acabada su obra de arte y mientras papá águila se posaba vigilante en la rama de un arbusto que había crecido en una grieta al lado del nido, mamá águila se posó con toda la ternura que sólo las madres pueden tener y depositó dos blancos huevos en el nido. Sobre ellos se mantuvo dándoles calor durante cuarenta días y cuarenta noches, días de calor y de frío, de aire y de lluvia, mientras su compañero se dedicaba a cazar pequeños roedores y reptiles los cuales llevaba hasta su compañera para que se alimentara.

Al pie del acantilado y bajo el nido de las águilas que ahora se afanaban en cazar para alimentar a sus dos recien nacidos hijos la otra protagonista de esta historia desarrollaba su lenta vida. Era una tortuga, una tortuga que aunque pequeña, -no más que una caja de zapatos-, era muy vieja, tan vieja que ninguno de los animales del lugar la recordaba joven, por eso la respetaban. Era tan vieja que pasaba de los cien veranos y se había vuelto huraña y solitaria, tanto que hacía su vida sin contar con nadie de su especie ni de los numerosos vecinos que con ella vivían y que la querían alegrar con sus trinos y sus juegos.

Cuando amanecía comenzaba sus andanzas, lentas pero constantes, y todas las horas del día las dedicaba a buscar su sustento : unas frutas aquí, unas tiernas hojas en las orillas del riachuelo que discurre desde lo alto de la montaña, unos bulbos que están semienterrados… No temía a nada ni nadie le atacaba debido al fuerte caparazón bajo el que se escondía de los depredadores, por eso se mostraba confiada y nunca se ocultaba.

Mientras mamá águila permanecía con sus hijos dándoles sombra con sus inmensas alas del potente sol del medio día papá águila había salido a cazar. Sus hijos cada vez eran más grandes y cada día que pasaba necesitaban más comida que por otra parte escaseaba de una manera alarmante. Desde lo alto del cielo, papá águila diviso un pequeño bulto que muy lentamente se movía entre unas matas. Sin pensárselo dos veces, papá águila plegó sus alas y desde los ciento cincuenta metros de altura que se encontraba se lanzó en un majestuoso picado extendiendo las garras con las uñas abiertas a medida que se aproximaba a la pieza. Con una precisión de cirujano fue a caer sobre la tortuga cogiéndola con ambas garras y uñas. La tortuga, escarmentada de experiencias anteriores, oculto sus patitas y cabeza en ese caparazón en apariencia infranqueable. Papá águila, confiado en la fortaleza de su pico comenzó a picotear el duro caparazón de la tortuga para llegar al animal que se encontraba dentro de él y así llevárselo como alimento para sus hijos, pero cual sería su sorpresa que aquel dichoso caparazón no cedía ante los repetidos picotazos de su fuerte pico y cuanto más insistía más parecía resistírsele. Muy enojado, visto que no conseguía su propósito, papá águila cogió con ambas garras la pequeña tortuga y se elevó al cielo; subió y subió, atravesó nubes y llegó tan alto con la tortuga en sus garras que apenas se divisaban los río y la tierra, y desde allí arriba soltó a la pequeña tortuga que cayó, cayó y cayo hasta que al golpear con la tierra se hizo en mil pedazos.

Sus amigos los pájaros, visto lo que le había pasado a la tortuga, se sintieron muy apenados e inmediatamente decretaron una reunión urgente para ver cómo podrían ayudar a la vieja tortuga. Después de mucho discutir qué es lo que tenían que hacer por la tortuguita decidieron recoger uno a uno todos los trozos en los que se había roto su caparazón y con una inmensa paciencia fueron pegándolos hasta fabricarle así una nueva coraza. Y ese es el secreto por el que los caparazones de las tortugas aparezcan remendados como si los hubieran construido a base de ir pegándoles los trozos.

Y colorín colorado, esta historia se ha acabado.