¡Cómo me gustan las perdices de mi vecino!
Jesús Cortés Serrano

Tratábase de un hombre, sí, una persona que vivía en un pueblo de mil quinientos habitantes de una de las provincias más olvidadas de España y que muy bien pudiera ser nuestro pueblo.

Allí todos se conocían, y la relación con sus vecinos era de excelente cordialidad.

El protagonista en cuestión tenía unas aficiones muy definidas: le encantaba salir al campo a pasear, a cazar o a pescar, depende de la época del año que fuese, y el respeto por la Naturaleza así como por sus inquilinos (animales y plantas) era completo.

Poseía una granja en desuso en la que tenía tres perros, gallinas, palomas y unas parejas de perdices que le ponían huevos de los que intentaba cada año sacar los perdigones por medio de gallinas conchinchinas o una pequeña incubadora que hace unos años había comprado.

Año tras año y desde hace tres, los amigos de lo ajeno a los cuales sin duda conocía y probablemente le saludaran cuando se cruzaba con ellos por la calle le sustraían las perdices en la cantidad de una pareja por año. Nuestro protagonista en cuestión, creía que no valía la pena denunciarlo ya que el que lo hiciera debería estar muy necesitado y no debía tener 18 euros para comprarse una pareja de perdices ni el valor para pedírselas, así que hizo caso omiso de los robos y siguió criando sus queridas perdices hasta que el cuarto año que casualmente es el año en curso, una mañana, al ir a darles de comer a sus queridas perdices, observó con gran tristeza que este año los amigos de lo ajeno se habían pasado, no se habían llevado una pareja de perdices, se habían superado y se habían llevado dos parejas que estaban en pleno proceso de puesta de huevos.

Desilusionado, abatido y enojado, nuestro amigo decidió no volver a pasar este mal trago e intentó no investigar quién le había quitado sus perdices año tras año para no verse en la obligación de discutir con ninguno de sus convecinos, y acto seguido, cogió una caja, metió en ella las perdices que no le habían robado y las soltó en el monte.

Pasaron los días y nuestro protagonista recordaba con nostalgia los buenos ratos que en sus horas de ocio pasaba entre sus perdices y pensaba, no sin cierto rencor, quién podía ser el villano que le había privado de su afición, preguntándose: ¿será ese que me saluda tan efusivamente en la cola del pan?, o ¿el hijo del compañero que juega al guiñote conmigo cualquiera de los días de la semana?, o ¿ese otro que me pide un cigarro cuando estamos discutiendo el resultado del último partido de la TV?, o ¿…………….? . En fín, prefiero no pensarlo, sólo decir que si esta pequeña historia de un hombre cualquiera de nuestros pueblos sirve para que estos hechos no vuelvan a suceder, me doy por satisfecho.