Los hombres del olvido
José Manuel Pastor

Paso lento, que mide cada centímetro andado en la vida, una vida larga, bonita y sufrida llena de recuerdos, de instantes plasmados en las retinas de unos ojos que antaño brillaron como estrellas fugaces en una lucida noche de verano. Ojos que ahora observan la nostalgia de lo ya vivido, de los largos días de trabajo de sol a sol, de los momentos compartidos con los suyos durante la noche ante la lumbre de un fuego que calienta la cena y las ilusiones para afrontar un nuevo amanecer con la misma fuerza y tesón con que afrontó los pasados. Ojos que miran con inquietud la ajetreada y confusa sociedad actual, con mejor nivel de vida, rodeada de comodidades, comida, dinero y descontento, incomprensión y altruismo. “Ah, si nosotros hubiésemos tenido todo esto cuando fuimos jóvenes”, piensa mientras da otro nuevo paso en la vida.

Manos temblorosas y duras, artífices del buen hacer laboral de toda una vida, manos que han traído con su esfuerzo la comida a casa en una época de estómagos más vacíos, y que ahora sólo sujetan un débil bastón rodeado por cinco dedos que comparten artrosis, algún que otro “chirnete” que ya no se desgarrará de él. Unas manos que acariciaron con seguridad y cariño cada miembro querido de una familia que ya no está y con el mismo carió pero más temor acarician la familia que va viniendo detrás, que le observa con asombro y respeto porque es quien le ha allanado el camino para evitar que él tropiece, y ahora puede disfrutar de lo que los de delante han logrado, una calidad de vida que ellos no tuvieron. O una piel, piel curtida por el tiempo, el sol y el sudor, marcada por las arrugas de la experiencia acumulada, fuerte y áspera, tela que cubre un cuerpo cansado pero orgulloso de llegar hasta hoy.

Hombres y mujeres de una juventud pasadas, que deambulan por el pueblo muchas veces como formando parte del paisaje, confundiéndose entre las altivas farolas o como pieza ornamental de un banco. Parece como que el Mas no va con ellos, que están un poco porque han de estar. Hombres y mujeres que parece que con la edad han agotado sus sueños, sus ilusiones cuando casualmente les queda un sueño que ven difícil de cumplir: el reconocimiento y cariño de las generaciones venideras. Hombres y mujeres que se acompañan en las calles, que comparten vida, sentimientos y soledad en su Residencia e incluso en su casa. Seres que parece que nada tengan que aportar, que lo tengan todo dicho y hecho. ¿Qué vemos en los mayores que tanto nos desagrada? Quizás sea el miedo de llegar hasta ahí, o quizás pensemos que no va con nosotros, que nuestras generaciones no envejecerán jamás, que la ciencia encontrará un antídoto, un elixir de la juventud. Dejad de leer esto y pensad por un momento, contestaros a esta pregunta: “¿Cómo desearemos que nos traten cuando tengamos ochenta años?

Si el pueblo tiene doscientos años de paso, no es todavía gracias a nosotros, sino a los masinos que envejecieron delante nuestro. Ellos mantuvieron nuestro pueblo y nuestros mayores han aportado lo que les correspondía en su época. ¿Está reñida la edad con la educación y la comunicación? Todos necesitamos ser oídos.

El bastón se ha agotado. El hombre reposa ahora sentado en un banco, sólo ante la multitud, escuchando su silencio y observando sus recuerdos. Ante él, el pueblo. Gente que va y viene, con semblantes serios y andares azarosos. Al fondo se oyen risas, creciente alegría. Son niños y niñas, nuevo e inocente futuro absorto a la sociedad que le rodean. Suben, jugando y riendo, por la calle y pasan junto a él, sin verlo, enorme ceguera que les cubre el rostro. “Si de niños no ven, -dice el anciano-, como me han de ver de mayores?. Si cuando todavía eligen ellos el tiempo que emplean, no tienen tiempo para mí. ¿Cómo me van a ver cuando el destino y las obligaciones se lo tasen?”. Ahora siente algo al lado, se gira y mira: un niño. Éste le contempla y dice un poco temeroso: “Hola”. El hombre contesta:

- Hola pequeño. ¿No vas a jugar con tus amigos?

- Ya me canso. Siempre hacemos lo mismo. ¿Y usted?

- Yo también me canso. También hago siempre lo mismo.

- ¿Puedo jugar con usted?

El hombre sonrió y apretó con fuerza el bastón, síntoma de emoción. Sonrió y pensó: “Quizás todavía haya esperanza”.

(Dedicado con cariño a todos los mayores de nuestro pueblo.)