Los niños de la guerra... han crecido
Andrés Mata Capablo

Hace algunos años, a poco del inicio de la publicación de EL MASINO, envié una modesta colaboración que titulaba “Los niños de la guerra”. En ella me refería a cómo aquellos niños de entonces ocupaban sus ocios infantiles “inventando” juguetes que, en aquella época no resultaba fácil obtener.

Nuestra post-guerra no fue fácil para nadie, y menos para los niños, casi siempre víctimas inocentes de los errores y desmanes de sus mayores, y había que suplir las necesidades con la inventiva para seguir siendo eso: niños; y está claro que, como es sabido, la necesidad agudiza el ingenio.

Ha llovido desde entonces y podemos congratularnos de que nuestros niños de ahora, salvo excepciones que todos conocemos, disfrutan, quizá en exceso, de toda suerte de juguetes y otros artilugios que cubren de sobra sus aspiraciones.

También yo fui uno de aquellos niños de la guerra y recuerdo perfectamente aquellas vivencias, quizá por ello valoro más y mejor lo conseguido.

Y no sólo en lo que afecta a los niños, que es importante, sino también en lo que nos afecta a nosotros. Aquellos niños de entonces, hoy somos venerables abuelos - me resisto a calificarnos como ancianos, como hacen algunos medios de comunicación cuando se refieren a personas de edad avanzada que a mí me parecen todavía jóvenes - o nos contemplan desde el cielo tras una vida más o menos azarosa o plenamente feliz como yo les deseo.

Pero los cambios que se han producido en todo este tiempo no se refieren sólo a estos aspectos. Nuestro pueblo y nuestras vidas han experimentado importantes modificaciones que, de uno y otro modo, a todos nos afectan.

Y no sólo en el uso y disfrute de algunos medios materiales - el coche, la lavadora, la calefacción, el agua corriente, el asfaltado de las calles, la recogida de basuras, etc, etc. - que tanto tuvieron que ver con las incomodidades sufridas por nuestras madres y abuelas - sino también en otros aspectos no menos importantes para todos, como por ejemplo las instalaciones deportivas y culturales, la comunicación telefónica, ahora a través de internet, el cuidado de nuestra salud, el acceso a la cultura, la apertura de nuevas calles, la “fiebre” de nuevas construcciones o mejoras de las ya existentes, o muchas otras que desconozco o no vienen a mi memoria.

No quiero dejar de lado lo que pueda afectar a nuestra salud espiritual; las recientes y no tan recientes modificaciones incorporadas a nuestra Iglesia son también una prueba de que “no sólo de pan vive el hombre” y de que una conciencia en paz es el mejor camino para lograr una buena convivencia.

Es por ello que me siento feliz al contemplar como nuestro pueblo va alcanzando nuevas metas cuyo objetivo es hacer más cómoda y agradable nuestra existencia.

Sí, ya sé que no todo es tan perfecto como todos deseamos. Quedan, por supuesto, muchas cosas por mejorar; la falta de civismo, por ejemplo, que se traduce por una falta de respeto por las mejoras ya obtenidas, y un auténtico deseo por conservarlas y mejorarlas, si es posible.

Y ese es un deseo que nos incumbe a todos y cada uno de nosotros. No basta con decir “esto es cosa del Ayuntamiento o de los poderes públicos”. El Ayuntamiento es el medio, el pueblo somos todos.

Por último, quisiera hacer una llamada a la conciencia de nuestros jóvenes… o no tan jóvenes. No se trata de una reconvención, que no vendría al caso, sino de una recomendación amistosa.

Sois los depositarios de un legado que, a través de los años, dejaron en vuestras manos nuestros antepasados. No sería justo despreciarlo o hacer mal uso de él. Estoy seguro de que no es esa vuestra intención y de que no solamente intentaréis conservarlo sino también mejorarlo.

Que así sea, para bien de todos.