Exilio
José Giménez Corbatón

Vivimos en Bayona y en Poitiers entre 1976 y 1980. En la primera de estas ciudades, la librería mejor documentada sobre España era la que regentaba un joven refugiado vasco que, junto a un grupo de opositores al franquismo y a todas las dictaduras, animaba un modesto cine-club. Allí vimos Cuba, sí, de Chris Marker. Marker sabía mucho de combates, pues no en vano había sido miembro activo de la Resistencia francesa. El cine-club sólo disponía de un proyector. En aquella ocasión, no vimos los títulos de crédito del documental, y todos pensamos que se trataba de una copia en mal estado. Al acabar el primer rollo, el librero nos comunicó a los asistentes que habían proyectado, por error, la segunda bobina antes que la primera. Estábamos acostumbrados a las salas semiclandestinas de los cine-clubes españoles.

No recuerdo el nombre del refugiado vasco que se hacía un lío con las bobinas. Pero no he olvidado que en la amplia mesa de novedades y en las estanterías de su librería, leí muchas páginas de los libros de Ruedo Ibérico sin que a él le molestara que mi precaria economía me impidiera comprar la mayor parte de ellos. Y no sólo los libros de la editorial antedicha, creada por el exiliado anarquista valenciano José Martínez Guerricabeitia, para, como ha escrito recientemente Víctor Pardo Lancina, “editar los libros prohibidos por el régimen de Franco y venderlos en España, así como dar a conocer al público extranjero aquellas obras que tratan de España y que no gozan del favor de los editores europeos”1 ; también títulos como Opération “Ogro”. Comment et pourquoi nous avons éxécuté Carrero Blanco, premier ministre espagnol, editado por la políticamente correcta –el término no se había inventado todavía- editorial Seuil, en su colección “Combats”, libro escrito por Eva Forest aunque publicado bajo el seudónimo de “Julen Agirre”, y que ahora lleva quince ediciones en la Editorial Hiru Argitaletxea, de Hondarribia. El libro, por cierto, había sido traducido al francés por una muchacha que también frecuentaba la misma librería de Bayona, hija de un exiliado anarquista español, y que rubricó su trabajo con el expresivo nombre de Victoria Pueblos. O los títulos, aún prohibidos en España, de la editorial Mugalde, de Hendaya: Prisión de Segovia. El porqué, el cómo y el después de un túnel que se hundió, también firmado por “Julen Agirre”, o el libro escrito por Eva Forest en la prisión de Yeserías: Testimonios de lucha y resistencia; o el Journal et lettres de prison, de la misma autora, editado por Éditions des Femmes, empresa francesa pionera en publicaciones feministas. O la poesía política de Alfonso Sastre, recogida por Ruedo Ibérico en el opúsculo Balada de Carabanchel y otros poemas celulares. Éramos entonces capaces de leer poemas como “Octavilla urgente por mi compañera”, y de reflexionar sobre el alcance terrible de sus versos:

España es infernal yo estoy soñando? Palidezco

Oh sí van a matarla

Si no hacen milagros por las calles

de todo el mundo va a ser horrible grito

Si no paráis las fábricas

Si no os manifestáis a miles

por las calles de vuestras ciudades compañeros

si no asaltáis las embajadas franquistas

Si no venís airados

o bien boicotead todo el turismo yo no sé

visitad a los más altos dirigentes

no sé no sé formad

comités de apoyo salid a la calle

emplead

todos los efectivos de que dispongáis

toda vuestra imaginación en esta lucha

España es infernal sabedlo es infernal

actuad responded luchad contra este infierno

contra la muerte

Los poemas de Alfonso Sastre, sin ocultar el dolor, nos enseñaban también la escuela política que para un militante antifranquista era la cárcel:

Este gitano de Carabanchel ha dicho

mirando a los polis grises sin remedio:

eztoz van a cagarze ahora

en cuanto que entremoz en Zaigón.

Yo me he quitado la gorra en su homenaje.

Sabio gitano, camarada...

(“Este gitano”)

Aquellas librerías francesas, como la del refugiado de Bayona, frecuentadas siempre por exiliados republicanos, eran trozos de la España plena de vida intelectual y de anhelos de progreso y de libertad que había sido derrotada en la guerra civil. Ahora que los valores democráticos están en sus horas más bajas desde 1977 (por poner una fecha), vuelvo a recordar aquellas librerías como duendes amables de un pasado que, por mucho que entonces aliviara nuestras carencias de libertad, no quisiéramos que volvieran jamás a hacerse necesarios. Claro que los intentos de coartar la libertad de expresión, incluso en sus manifestaciones más moderadas, tan sólo porque no concuerdan con el pensamiento único que diseña el poder de turno, se hacen cada vez más inquietantes. Lo recordaba hace unos días Julio Medem, director del documental cinematográfico La pelota vasca. La piel contra la piedra, en el diario “El País” (Sábado, 6 de Diciembre de 2003): “Las cosas están peor de lo que pensaba. La democracia está agonizando. Y va a peor en cuestión de meses. Es tristísimo. El estado en que el PP está dejando a la democracia es estremecedor y espeluznante.”

Bayona ofrecía, además, los bares vascos de la Rue Pannecau, los puentes sobre el Adour, la cercanía de un océano y de unas montañas dulces y verdes como un sueño primitivo.

Pocos veranos antes, en un campo de trabajo internacional en el corazón del Macizo Central, habíamos comprado la revista satírica “Charlie Hebdo”. Franco estaba hospitalizado a causa, decían, de cierta flebitis. El entonces príncipe le sustituía como jefe del estado. La portada proclamaba, en grandes caracteres: “Franco va crever”, algo así como “Franco la va a palmar”. Confieso que aquel titular nos produjo tanto placer como espanto. No estábamos habituados a una explosión de libertad de prensa semejante. Franco, de todos modos, aún tardó más de dos años en “palmarla”.

En Poitiers, mi compañera y yo conocimos a una pareja de exiliados de la guerra civil, Paco y Cimo Cuñado. Cimo era asturiana, y Paco cántabro. Paco combatió en el frente del Norte. Cuando los italianos tomaron Santander, Paco, aprovechando que uno de sus tres hermanos militares se había puesto del lado de los sublevados, se alistó con su ayuda en la Legión para pasar desapercibido. A sus dos hermanos republicanos les dieron el paseo. Paco consiguió, mediante contactos, volver a las filas republicanas. Luchó casi toda la guerra en Cataluña. Ya en Francia, conocería a Cimo en un campo de refugiados españoles, en Poitiers.

Nos adoptaron como hijos. Habíamos escapado de Zaragoza, recién acabada la carrera, para respirar oxígeno. La Zaragoza de entonces, como cualquier otra ciudad española (exceptuando Barcelona y, de modo más limitado, Madrid), era un enclave asfixiante, política, social y culturalmente preso de la grisura franquista y de una burguesía baturra cómplice, aburrida, inoperante y cerril. Yo provenía de una familia que había sido republicana y que guardaba un temeroso silencio sobre esa vocación desde abril de 1939. Pero nunca he olvidado una frase que mi madre me repetía a menudo: “Hijo, sé lo que quieras en esta vida, menos cura o militar”. Había crecido, hasta llegar a Poitiers, convencido de que mis padres pertenecían a una generación que bastante había tenido con alimentarme y darme una educación firme, aunque sometida al Sistema, a medio camino entre el temor y cierto orgullo de clase esforzada. Una generación cuya dignidad provenía tan sólo del trabajo, de la obediencia y del silencio. Todo lo que se saliera de ese carril, podía acarrearte problemas. Durante los años que permanecí en la Universidad, mis padres no pudieron quitarse de encima el miedo a un compromiso político que me impidiera acabar los estudios y escapar así, al menos en parte, del agobio en que ellos se debatían.

Paco y Cimo Cuñado no habían tenido hijos. Vivían en un modesto “pabellón” alquilado, de tres espacios. Una cocina blanca y limpia, muy acogedora. Un dormitorio desde cuya cama veían la televisión por la noche. Y un cuartito de estar abarrotado de libros. Los dos eran obreros jubilados. Durante los tres años que permanecimos en Poitiers, ni un solo jueves faltamos a la cita en su casa para comer. Cimo cocinaba estupendamente. Tomábamos café y luego paseábamos por las afueras de Poitiers, hiciese frío o calor, con lluvia o sin ella. Hablábamos mucho de España, de la política francesa, de la guerra civil que ambos habían vivido, de libros y de cultura. Con ellos aprendimos a dialogar, a escuchar las opiniones ajenas, y lo que significa ser internacionalista. Les preocupaba mucho la evolución de la transición española. Su casa era un ateneo efervescente donde las palabras servían para vestir las ideas que fluían con la placidez de un manantial.

De esa manera supimos que la generación de nuestros padres no era tan uniforme como creíamos. Habernos privado de ella había sido, sin lugar a dudas, uno de los peores crímenes de Franco. Lo mejor de aquella generación había muerto o estaba en el exilio, mientras el puñado restante enmudecía en España pagando sin cesar la “deuda” contraída por defender la libertad. Comprendimos lo que habría podido ser España si no hubiesen aniquilado la República. Nuestros años de Universidad habían sido los más decepcionantes de nuestras vidas. Aún hoy guardo mejor recuerdo de mi maestro de primaria, un duro y a veces violento pedagogo que creyó con fe ciega en mis posibilidades de becario, que de la mayoría de gerifaltes de la universidad zaragozana, alguno de los cuales sigue ejerciendo de erudito de la cultura aragonesa. A pesar de estos últimos, habíamos leído a Max Aub, a Corpus Barga, a Ramón J. Sender o a José Ramón Arana, y nos habían deslumbrado. Pero no conocíamos de cerca (y eso que no los teníamos tan lejos) a los miles de obreros comunistas, anarquistas o socialistas que aguardaban su turno al otro lado de la frontera, en Perpignan, en Toulouse, en Mont-de-Marsan, en Poitiers o en París; o al otro lado del Océano. Tantas veces como animamos a nuestros amigos a escribir sus memorias, ellos se negaron. Pensaban sin duda que su vida no difería en casi nada de la de otros muchos defensores anónimos de la legalidad republicana.

El cambio político español tras la muerte del dictador pudo ser la ocasión de devolverlos al lugar que merecían. Una transición que de verdad hubiera roto con el Sistema anterior les tendría que haber abierto las puertas de la nación como a un imprescindible Consejo de ancianos sabios. Paco y Cimo nos aportaban, cada jueves, lucidez, espíritu crítico, optimismo histórico, tenacidad, sentido del apoyo mutuo, humanismo, ganas de vivir.

Paco fue el primero en morir. Cimo, respetando su voluntad, ni siquiera puso una lápida en el nicho que guardó temporalmente sus restos hasta que fueran llamados a desaparecer en la fosa común. Rechazó cualquier homenaje de la comunidad española de exiliados, o del Departamento de Español de la Universidad de Poitiers. También ella murió con la misma humildad, siete años después que Paco, y nos dijeron que sus últimas palabras, con un hilo de voz, fueron: “Que nos quiten lo bailao”. Ni Paco ni Cimo pudieron impedir, en quienes les conocimos, la debilidad de llorar su recuerdo entrañable. Murieron sin ver cómo un rey y una ministra cultural que lleva varios años otorgando a la Fundación Franco más del 10% de sus subvenciones para que digitalice documentos históricos que luego no se permite ver a los investigadores, inauguran una exposición dedicada al exilio republicano en la Fundación Pablo Iglesias. Murieron sin ver cómo un partido que se dice democrático desoye la masiva oposición a una guerra colonial, forma parte del contingente militar de ataque, y considera “terrorismo” tan sólo los actos de guerra de los presuntos enemigos de la civilización que dice representar y defender. Murieron sin conocer cómo la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, dependiente del Ministerio del Interior, deniega documentación sobre las prisiones franquistas a los historiadores Ricard Vinyes y Manel Risques, comisarios de la exposición “Les presons de Franco”, inaugurada hace escasas semanas en el Museu d’Història de Catalunya. Murieron sin ver la sonrojante ofensiva rosa destinada a ganar o a consolidar nuevos adeptos a la causa monárquica, precisamente cuando el republicanismo empieza a reclamar justicia histórica, cuando busca a sus muertos en las cunetas con el fin de darles, con más de seis décadas de retraso, un entierro digno de seres humanos. Murieron sin ver cómo el Partido Popular se mofa del homenaje a los luchadores antifranquistas ofrecido por los partidos de la oposición en el Congreso de los Diputados de la nación. Murieron sin oír al ínclito portavoz del PP, Luis de Grandes, pronunciar, al respecto, una frase que merece figurar en una antología de la infamia: “Son esas cosas de IU, con su lenguaje antiguo y señorial, que suenan un poco a naftalina”. Murieron sin saber que la Fundación Francisco Franco, más arriba mencionada, puede acabar dedicando el presupuesto que le otorga la ministra cultural del PP, proveniente de los impuestos de todos los españoles, para iniciar el proceso de beatificación y canonización del dictador que ellos llaman Caudillo (ver “El Periódico de Cataluña de 25 de noviembre de 2003).

Quizá eso se llame morir a tiempo.

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1 Víctor Pardo: “El olvido está lleno de memoria. Los Cuadernos de Ruedo Ibérico”. En LABERINTOS. REVISTA SEMESTRAL DE HUMANIDADES, monográfico “Memoria del olvido y amnesia del recuerdo”. Nº 8, I.E.S. Élaios. Zaragoza, Diciembre 2003.