JULIO
Antonio Serrano Ferrer

La mañana ha sido calurosa. Durante un rato hemos observado los linchidores en la acequia. Parece que caminan por la superficie. También me he tumbado junto a la tajadera por donde marcha el agua para los huertos y miro sin comprender los remolinos que se forman. Echo pajitas y palos que velózmente desaparecen hacia la profundidad. Dicen que son las puertas del infierno.

Después de comer, como todos los días, he protestado para no echarme la siesta. De nada me ha servido. Cuando creo que ya se han dormido mis padres, me visto sigilosamente y salgo a la calle. El cielo gris anuncia tormenta. Una vecina corta unos trocitos del ramo de olivo del balcón y hace una pequeña hoguera en la calle. Dice que es para ahuyentar las malas nubes. Pronto empiezan a caer gotas de lluvia y los truenos se repiten incesantemente. Los tejados arrojan ríos de agua. El ambiente se llena de olor a tierra mojada.

Cuando cesa la lluvia, nos juntamos los amigos y nos dedicamos a construir pantanos en los canalizos que ha hecho la tormenta. Como siempre, un gracioso rompe el superior y aquella avalancha de agua arrastra todos los inferiores. El enfado no pasa de unos adjetivos al causante del desastre.

Una mañana un grupo de amigos nos dedicamos a escarzar nidos. Tras buscar una caña larga, se le ata en la punta un alambre en forma de gancho. La comitiva va recorriendo las paredes de tapial. Sólo con ver la entrada de los agujeros ya se conoce si está ocupado. Se introduce el gancho y empieza a caer la paja del nido. En alguno hay huevos, otros tienen pájaros todavía sin plumar y en algunos los gorriones inician un corto vuelo para acabar en las manos de un niño. Al cabo de un rato el gancho se separa de la caña, se queda metido en el agujero y aquello pone fin a nuestra diversión.