LA JABALINA DE TRES PATAS
Evaristo Espada

“Dedicado a todos los cazadores mencionados en el presente relato, porque sólo gracias a su amistad tuve la suerte de poder disfrutar de un día de caza mayor en aquél 7 de octubre. Y detalles como este un verdadero cazador no debe olvidarlos nunca.”

Esta es una historia real de caza mayor. Sucedió íntegramente en el monte del Mas, y forma parte de las muchas que he vivido desde que soy cazador.

Se había iniciado el mes de octubre, y la caza menor todavía permanecía en veda. Pero el año 2.001 en la Comunidad Autónoma de Aragón, existía un cambio muy importante para practicar la caza mayor en la provincia de Teruel, y es que se había adelantado la fecha de la apertura y por primera vez, podía cazarse el jabalí a partir del primer domingo de dicho mes de octubre, que era precisamente el día 7.

Ese fin de semana como si fuera cualquier otro, acudí puntual a mi cita con la práctica de la caza en el Bajo Aragón. En principio debería haber salido al campo con mis compañeros habituales de “cuadrilla jabalinera,” pero justo la noche del sábado anterior día 6 por un problema de permisos, supe que al día siguiente debería buscar nuevos aires de caza en el monte, para estrenar la temporada.

Para ello elegí Mas de las Matas, y ese mismo domingo madrugando bastante, me acerqué hasta el lugar de encuentro habitual de los cazadores masinos. Como no había quedado con nadie ni tampoco me esperaba ninguno del “gremio,” lo sorprendente para mí fue que era de noche oscuro, y aún así yo había sido “poco madrugador”.

Con el fin de encontrarme con alguno de ellos dirigí mis pasos hacia la perrera, y poco antes de llegar a ella me encontré con el Mitsubishi del Javier Cañada acompañado del Javier Juste, que ya iban tirando en marcha del remolque de los perros. Paramos los dos vehículos y hablamos muy brevemente, para quedar de acuerdo en que cuando me encontrara con Manuel Edo que bajaba algo más atrás, ocupara su coche con él y me incorporara de esta manera al grupo de esperadores del día. Cuando llegó el Edo, me miró y todo y que aún no amanecía, me reconoció y paró su Lada al instante, bajó del coche, nos saludamos, y me preparó un buen sitio para que montara con él, junto al Pedro Virgós, y a su hijo Iñaki, que quiso acompañarnos a todos con un poco de curiosidad, y algo más de afición.

De esta manera salimos por la carretera de Alcorisa, hasta que llegamos justo al límite del coto con el término municipal de Castellote, un poco más abajo de la masía que tiene el Carlos Piquer en su propia finca. Por otro lado, el José María Mateo, viajando en solitario con su Nissan y su “habitual” rifle semiautomático, se había dirigido hacia la espera de la parte más alta del segundo barranco.

El Edo distribuyó nuestras esperas y la suya como mejor le pareció. El Virgós con la “vigorosa” ayuda de Iñaki y de su escopeta semiautomática, fue colocado en el primer barranco de la izquierda según se mira hacia el pueblo. Él mismo cargando al hombro con su “potente” rifle de cerrojo, se situó en una ladera algo más alta dando la cara hacia adelante, y finalmente tal como él me indicó, yo mismo acompañado de mi “fiel” rifle semiautomático, partí hacia el centro y me acomodé entre dos corros espesos de pinos jóvenes, desde donde divisaba muy bien a mi derecha la solana, y de frente a la salida del pinar, cualquier movimiento sigiloso realizado por el más sabio de los jabalíes del lugar.

Caminando hacia mi puesto, pude observar un zorro que tras escuchar el suave ruido de mis pasos, marchaba adelantado paralelo a la pista para no ser “visto,” y al cual no quise tirarle porque ya se sabe, en las esperas al jabalí cuanto menos ruido se hace, menores oportunidades le damos al cochino para que nos detecte fácilmente con su extraordinario olfato, y nos esquive con casi toda probabilidad.

Estuve un tiempo prudencial respirando tranquilidad total, al igual que todos mis compañeros. Al cabo de unos minutos, escuché a mi derecha el leve eco de una voz lejana, y vi después claramente y muy bien, cómo el Cañada ya había llegado hasta el puesto en el que se encontraba el Chema, y ambos comentaban las “novedades” matinales.

Los perros merodeaban por la cresta montañosa, y Chema y Cañada continuaban charlando del rastro de cuatro jabalíes, que partiendo de la enorme finca de melocotoneros que más abajo poseen los hermanos Alejandro y Arturo Mestre, habían tomado precisamente aquella misma dirección. Todo lo demás seguía estando en calma, y continuaba igual de sosegado por todas las partes de la sierra. Pero aquélla celosa tranquilidad duró tan solo un momento más. Los primeros ladridos continuados de los perros “animaron” mucho y repentinamente la mañana, porque habían sacado un jabalí muy cerca de donde estaban el Cañada y el Chema, y ladrando primero y en cuatro saltos después, se le echaron encima.

El jabalí acosado por los perros y con la greña muy erizada, empezó a chillar de lo lindo elevando al máximo el volumen de sus gruñidos, y aumentando aún mucho más su particular “mala leche.” Yo observaba muy bien como los perros agrupados, no paraban de dar vueltas en torno a un pequeño grupo de pinos jóvenes, estaba claro que lo habían parado y sobre todo que podían de sobras con él. En ese momento quise estar muy atento a todo lo que ocurriera a mi alrededor, por si acaso algún otro jabalí algo menos “movido” que el anterior, se volvía cautelosamente hacia mí para evitarse males mayores, porque hay ocasiones en las que los cochinos viejos y los que no lo son tanto, utilizan por instinto esa táctica para emprender la huída, pero ese día no fue así. El Cañada salió corriendo con su escopeta tras los perros, y como al juntarse con ellos no le tiraba ningún tiro, ya pensé y supe a la vez que ese domingo sí que íbamos a “comer jabalí.” Los perros seguían mordiendo y el jabalí continuaba dejándose oír, pero era notorio que cada vez gruñía menos.

Fue entonces cuando me pareció oportuno acercarme hasta la posición que ocupaba el Cañada, los perros, y el solitario y sujeto jabalí, que sin duda era el último protagonista de la recién estrenada y soleada mañana. Cuando llegué ante él, su mirada reflejaba perfectamente la satisfacción del cazador junto a sus perros, rodeando a su vez a la pieza de caza que mantenían a merced de sus bocas, y de su amo. Seguidamente pude contemplar a una hembra de jabalí, que aún viva, intentaba con todas las pocas fuerzas que le quedaban quitarse del medio a los valientes perros, pero no podía. Era una jabalina muy “particular,” al menos yo no había visto nunca ni como simple espectador una cosa igual, porque solo tenía “tres patas,” es decir, le faltaba nada más y nada menos que la pata delantera izquierda al completo.

Después de observarla muy bien con la máxima curiosidad de aquél momento, quiero comentar ahora, que en mi opinión, la falta de aquella extremidad era un defecto de nacimiento, porque no presentaba el menor rastro de hueso ni de herida, y tenía la piel perfectamente cerrada, sin la más leve cicatriz de accidente alguno. El caso es que tanto me acerqué a la jabalina, que estando completamente tumbada en el suelo y creo que más muerta que viva, abrió la boca y buscando mi pie soltó una tremenda dentellada, que no me “cepilló” la piel de la bota derecha de milagro. Puede ser que al valiente animal yo no le cayera muy bien, por los restos del perfume de mi “colonia” del sábado, y esa fuera la única manera que tuvo para demostrármelo. Pero que quede muy claro, no hubo necesidad de dispararle porque tampoco pudo defenderse plantando cara a los perros, como lo hace un jabalí macho con sus afiladas navajas.

En aquél momento, era realmente increíble para mí lo que habíamos conseguido en tan poco tiempo cazando. Simplemente, pasara lo que pasara a continuación, el resultado final de la cacería del día, ya estaba bien guardado en el “zurrón.” Así que nos juntamos todo el grupo de esperadores y esbarradores, cargamos la jabalina encima del remolque de los perros, y como eran tan solo las nueve de la mañana, decidimos todos juntos realizar una nueva espera.

Reanudamos el rumbo yendo a parar a la Balsa del Herrero. Allí algunos aprovecharon para desayunar y otros mientras tanto, se fueron a mirar si encontraban algún rastro nuevo y fresco de la noche anterior. Y así fue, el Cañada argumentó haberlo encontrado en unos bancales próximos a la balsa de agua, y continuaba en dirección a Los Cabanes. No había mucho que pensar y era muy fácil elegir, la siguiente esbarra partiría de aquél mismo lugar, para finalizar en la espera que haríamos en los propios Cabanes.

Esta vez marché con el Chema en su refinado todo terreno, y me ubicó en la solana que hay frente a la masía, un puesto muy bueno y con excelente visibilidad para poder dar “caña” por todos lados, mientras que él se fue al del barranco junto a la propia masía, así podría ver bien de cara todo lo que pretendiera “echarle un pulso” en su espera. Los demás esperadores tomaron otro rumbo y concretamente el Edo, quedó instalado en lo más alto de la cima de la impresionante umbría, deseando encontrarse con alguien que le diera “guerra.” Pero ningún jabalí de última hora turbó la quietud del resto de la mañana soleada que disfrutamos. Tan sólo el Chema se atrevió a disparar un tiro con su “potentísimo” calibre .300 Winchester Mágnum, que yo escuché más que de sobras, para comprobar un poco “aburrido,” que al menos la puntería del rifle estaba en orden.

Finalizado el resaque regresamos hacia el pueblo, y en el mismo camino antes de llegar a la carretera, nos encontramos de frente con el Jesús Ibáñez, que “algo tarde,” trataba de encontrarnos para venir a cazar con todos nosotros. Nuestro primer destino fue lógicamente la perrera, para descargar allí los perros, dejarles que pudieran beber agua, y que finalmente descansaran, porque ya era mediodía, hacía mucho calor, y llevaban un palmo de lengua colgando.

Más tarde bajamos al Matadero Municipal, y entonces si que el hijo del Álvaro nos demostró cuchillo en mano, sus sabias “dotes” de pelar y arreglar toda una hembra de jabalí. Una vez que estuvo muy bien lavada, su carne quedó colgada a la fresca en el propio recinto, a la espera de su encuentro con el veterinario de turno.

Con el deseo final de que yo marchara “tranquilo” esa tarde a Mataró, el propio Edo se preocupó de guardarme en su congelador particular, la parte de carne del animal que a mí me tocara a suertes. Se lo agradecí allí mismo y le indiqué también que pasados quince días, en el próximo viaje que yo tenía previsto realizar el día de levantarse la veda de la caza menor, pasaría por su casa a recogerla.

Y así fue, dos semanas después pasé por su domicilio y me entregó mi buen lote de carne, totalmente “libre de gastos,” que todavía espero pagar cuando él mismo lo crea oportuno, pero mucho me temo que eso no voy a conseguirlo nunca.

No os digo nada del estofado que preparó mi mujer a su manera, y que comimos en casa mi familia y yo. Un verdadero manjar, aunque eso sí, a mí se me hizo algo “corto”.

Claro que si la jabalina hubiera tenido su cuarta y “legítima pata,” igual habría volado tan deprisa del plato, tan rápida como ella misma corriendo en el monte antes de cazarla.