La
cola del pantano
Lluís
Rajadell
Salí del pueblo a bordo del viejo Dyane 6 en dirección a Castellote. Me dirigía hacia un
sueño. El sol, todavía tibio a pesar del día otoñal que agonizaba, se estaba
poniendo en algún lugar lejano más allá de la central térmica de Andorra. La
espigada chimenea y, junto a ella, sus tres hermanas regordetas se recortaban
sobre un cielo azul oscuro apoyado en un zócalo rojizo. Había decidido cortar
amarras y romper con el pasado, con las broncas con mi padre, con el trabajo en
el almacén de fertilizantes donde nos dedicábamos a holgazanear en cuanto el
patrón se daba la vuelta y con mis amigos –cada vez menos-, dedicados en cuerpo
y alma a las borracheras del fin de semana. La revolución no era viable. Mi
amigo Baptiste era un iluso con sus revistas del
Partido Comunista de los Pueblos de España y sus manuales de pensamiento
leninista. Aquellos libros sobre el ordenamiento ejemplar que había imperado en
la extinta URSS eran soporíferos. Pero yo todavía creía en la utopía y estaba
decidido a buscarla en aquel remoto lugar.
La
carretera empeoraba a medida que me acercaba a mi destino. Anochecía. Tras más
de una hora de viaje, desde la ventanilla podía ver los últimos destellos del
agua del pantano de Santolea, arrebujado en el fondo de una depresión del
terreno como un animal perezoso e inquietante. Tras una de las muchas curvas
del trazado, después de atravesar Castellote, partía, a la izquierda, un camino
de tierra salpicado de piedras sueltas que se precipitaba a través de una
cuesta pronunciada. A lo lejos, en el fondo de un valle relativamente ancho
para aquel paisaje montañoso y agreste, se adivinaban las siluetas de los
chopos que marcaban el discurrir de un riachuelo, pero también podía ser la
cola del embalse.
Pequeñas
piedras salían disparadas como proyectiles al paso de mi coche, que avanzaba
dando saltos al cruzar las agüeras que desviaban el agua del camino para evitar
que las escorrentías lo descarnaran. Me conocía bien aquellas sacudidas después
de recorrer durante años los caminos de mi pueblo. El Dyane
para eso era que ni pintado. Parecía que, tras una de aquellas sacudidas, iba a
despegar a volar en cualquier momento, pero, afortunadamente, siempre
permanecía aferrado a la tierra, cuanto más desnuda, mejor. No le gustaba el
asfalto, igual que me pasaba a mí.
Vueltas
y revueltas hasta que, ya casi de noche, mi viaje iniciático desembocó en un
grupo de casas desordenadas, donde las ruinas alternaban con viviendas
adecentadas de forma caótica que aparentaban ocupación humana permanente. Las
calles de tierra estaban salpicadas de manchones de cemento a las puertas de
algunos de aquellos edificios de dudosa habitabilidad. No me importaba. En
verano, cuando todavía trabajaba en el campo, había dormido en pajares arropado
con una manta agujereada. Allí estaría bien, siempre que el sueño igualitario
se pudiera realizar, o al menos intentar. Empezaba mi revolución. No cambiaría
el mundo pero sí mi vida.
No
había nadie por la calle. Sólo se escuchaban algunos ladridos espaciados. Al
poco de detener el coche, unos perros se acercaron, amistosos, a olisquearme. A
pesar de que salía humo de las chimeneas de algunos caserones, la presencia
humana era, de momento, una mera intuición. Llamé a la puerta de la casa que me
pareció más acogedora y con indicios más certeros de vida. Salió a la puerta un
joven vestido con unos pantalones floridos y anchos de aspecto moruno. El
jersey le venía muy ancho. Se había dado mucho de sí a fuerza de lavados. Para
un chaval como yo, que sólo se sentía cómodo enfundado en tejanos, era una
indumentaria chocante, casi cómica. Pregunté por Eladio. Unos conocidos suyos
me habían dicho en el pub de mi pueblo que era un buen tipo. -Un poco flower-power –me dijeron-, pero buen tipo.
Había
huido de la gran ciudad en compañía de Magdalena y dos chiquillos en busca de
un sueño, que yo presuponía gemelo del mío. Mi interlocutor no era Eladio, pero
me indicó con la mejor sonrisa donde podía encontrarlo. Aunque había
anochecido, pude distinguir la silueta de una casa sobre el fondo gris oscuro
del cielo. Sí, allí, en la casa al final de la calle, vivía mi hombre. Mi
interlocutor se ofreció a acompañarme. Me explicó que, con Eladio, criaba un
cerdo que sacrificaban en invierno por todo lo alto en la fiesta de la matacía.
Había otra familia en el pueblo, pero eran vegetarianos y preferían quedarse al
margen de aquella sangrienta celebración. Tampoco a mí me gustaba la matanza
cuando se hacía en mi casa. La recordaba como un terrorífico capítulo de mi infancia.
Llamamos a la puerta de otro caserón destartalado, aunque acogedor. Sobre la
puerta, un colgante con pequeñas piezas cerámicas pendientes de hilos avisaba
con un suave tintineo de las escasas visitas. Junto al portal, sobre un banco
de piedra, una calabaza pintada de vivos colores alertaba de la presencia de
niños. A los pocos minutos, apareció otro hombre de barba poblada, ropa suelta
–otra vez aquel aire oriental- y pelo con rastas a lo
Bob Marley. Me invitó a entrar en su hogar. Empezaba
a hacer frío y había mucha humedad fuera. Dentro, una chimenea quemaba leña. Su
resplandor llenaba una amplia habitación y el olor del humo de la madera se
mezclaba con un aroma a hierbas aromáticas que no logre identificar, a pesar de
que me resultó familiar.
Eladio
me contó su historia y la de Magda. También me hablaron de aquel diminuto
pueblo que, junto con compañeros llegados de otras ciudades, habían arrebatado
al olvido y la ruina. La presa que tiranizaba con su presencia todo el paisaje
se remontaba al año 1923. Al expropiar los terrenos afectados, se habían
adquirido otras propiedades que finalmente se salvaron de la inundación, entre
ellas el caserío donde Eladio y sus amigos habían creado su Arcadia feliz.
Todos habían llegado de grandes ciudades hartos del asfalto, de trabajos esclavizantes, de sus familias, del tráfico y de la
contaminación.
-Yo tenía amigos que iban a trabajar
todos los días con corbata y traje, pero el estrés no les dejaba dormir. Su
principal diversión era esnifar. Se deprimían. Dos de mis mejores colegas
acabaron tirándose desde la terraza de un rascacielos. La última vez que los vi
estaban despanzurrados sobre el asfalto cubiertos por una sábana blanca
ensangrentada. Y yo no quería ese futuro para mí ni para mis hijos.
Me
explicó que había encontrado al fin la tranquilidad, la vida en medio de la
naturaleza, sin horarios, sin patrón, sin ruido de coches ni polución.
Cultivaba un huerto del que obtenían todas las hortalizas que necesitaban, sin
recurrir a insecticidas ni pesticidas. Como tenían unas cabras para leche y
criaban un cerdo, disponían de estiércol suficiente para desterrar los sacos de
abono granulado –potasio-nitrógeno-fósforo- que tantos dolores de espalda me
causaban en el almacén. Magda se encargaba de preparar el plantero
con las simientes de su propia cosecha. Aquella era la vida que ellos buscaban.
Para ganar algún dinero habían montado un taller de marroquinería en el antiguo
corral de la vivienda. Sus vecinos se dedicaban a los juguetes de madera y la
bisutería.
Se
llevaban bien con los escasos naturales de la aldea que, en verano, todavía se
acercaban a visitar sus casas para arreglar goteras, hacer memoria de tiempos
pasados y poner flores en las desvencijadas tumbas del cementerio. A través de
ellos conocieron cómo el crecimiento de la presa había ido paralelo a la muerte
del pueblo. Eladio cambió su inmutable gesto de ingenua felicidad al recordar
que el pueblo de al lado, Santolea, desapareció para siempre arruinado por el
pantano que le robó el nombre a principios de los años setenta del siglo
pasado. Hasta dinamita emplearon para derruir la iglesia, que era el único
edificio que se les resistía a los equipos de demolición.
Por
desgracia, la sed de agua de las tierras llanas es insaciable. Eladio y Magda
me explicaron preocupados las previsiones de recrecimiento de la presa, que les
obligarían a dejar su hogar. El asunto pintaba muy mal. La obra consistía en
elevar la altura de la presa en 16 metros con lo cual se incrementaba la
capacidad del pantano hasta más que duplicarse. Se habían interesado por el
proyecto; por cómo pararlo. Era el único nubarrón en el horizonte de aquel
panorama idílico, pero se trataba de un nubarrón que traía tormenta, seguro. No
querían dinero, ni compensaciones, querían seguir viviendo en sus casas pero la
Administración se comportaba como si ellos no existieran.
-No
queremos que nos pase lo mismo que a los de Santolea, que, cada vez más
acorralados por el pantano, tuvieron que marcharse. De aquel pueblo sólo quedan
ruinas. Pero nosotros no nos iremos. Si hace falta nos subiremos al tejado de
nuestra casa para que no nos echen –dijo con una firmeza insólita Magda-.
-También
es verdad que llevan hablando de esta obra cincuenta años y, como parece que no
hay dinero, el asunto va para largo –la tranquilizó Eladio-.
Me
preguntaron que cómo me había enterado de que vivían allí. Que a qué debían mi
visita. Me invitaron a una taza de café, que yo agradecí porque estaba
destemplado por el frío y la humedad de aquella hondonada pegada al pantano. No
tenían azúcar y me ofrecieron miel para endulzar. Bueno, no era lo mismo pero
hizo su efecto. Los dos niños –un chico y una chica-, que hasta entonces habían
jugado en un rincón poco iluminado, se acercaron a la mesa. Me parecieron muy
bajitos para la edad que decían tener. Sonrieron y mojaron sus dedos en la miel
antes de volver a su rincón. La habitación principal de la casa era grande pero
estaba semivacía. No había televisión y el único vestigio electrónico que
adiviné entre las estanterías en penumbra fue algo parecido a una radio. Había
sacrificado todas las comodidades a las que yo estaba acostumbrado, que tampoco
eran muchas. Demasiado sacrificio.
Mentí.
Recordé al periodista que había estado hacía unos días en el almacén preguntando
por un asunto relacionado con unos abonos que habían arrasado cultivos de
vivero en Andalucía. Quería saber si distribuíamos la misma marca en la zona.
Les dije a Eladio y Magda que trabajaba para un periódico y quería hacer un
reportaje sobre su forma de vida. Se pusieron alerta. Con la misma tranquilidad
adormecida con la que me habían hablado desde mi llegada, me dijeron que no,
que si aparecían en los periódicos su forma de vida estaría amenazada. Me
rogaron que le pusiera cualquier excusa a mi director para no escribir aquel
reportaje, que sería la sentencia de muerte para la existencia que habían
elegido.
-¡Bueno,
que le vamos a hacer! Lo he intentado –de nada sirve enfrentarse a la
fatalidad, fingí encogiendo los hombros.
Salí
de la casa. Eladio y Magda se despidieron desde el portal. Subí a mi coche y
llegué a casa muy de noche. Al pasar por el comedor, mi madre señaló
aparatosamente con el dedo a su reloj. Mi padre dormitaba a su lado con la tele
encendida y no se dio cuenta de mi llegada. Mejor.
Por
el camino, desde el pantano de Santoles a mi casa, aún tuve tiempo de escuchar
la radio. El boletín comarcal abría con una noticia “de alcance”: “El Gobierno
adjudica el recrecimiento del pantano de Santolea, una obra largamente
reivindicada por toda la cuenca del Guadalope. Las obras empezarán en un plazo
de pocos meses”.
Las
excavadoras del progreso se disponían a aplastar la burbuja de Arcadia.