La cola del pantano

Lluís Rajadell

 

 

83-pasarela-puente.jpgSalí del pueblo a bordo del viejo Dyane 6 en dirección a Castellote. Me dirigía hacia un sueño. El sol, todavía tibio a pesar del día otoñal que agonizaba, se estaba poniendo en algún lugar lejano más allá de la central térmica de Andorra. La espigada chimenea y, junto a ella, sus tres hermanas regordetas se recortaban sobre un cielo azul oscuro apoyado en un zócalo rojizo. Había decidido cortar amarras y romper con el pasado, con las broncas con mi padre, con el trabajo en el almacén de fertilizantes donde nos dedicábamos a holgazanear en cuanto el patrón se daba la vuelta y con mis amigos –cada vez menos-, dedicados en cuerpo y alma a las borracheras del fin de semana. La revolución no era viable. Mi amigo Baptiste era un iluso con sus revistas del Partido Comunista de los Pueblos de España y sus manuales de pensamiento leninista. Aquellos libros sobre el ordenamiento ejemplar que había imperado en la extinta URSS eran soporíferos. Pero yo todavía creía en la utopía y estaba decidido a buscarla en aquel remoto lugar.

 

La carretera empeoraba a medida que me acercaba a mi destino. Anochecía. Tras más de una hora de viaje, desde la ventanilla podía ver los últimos destellos del agua del pantano de Santolea, arrebujado en el fondo de una depresión del terreno como un animal perezoso e inquietante. Tras una de las muchas curvas del trazado, después de atravesar Castellote, partía, a la izquierda, un camino de tierra salpicado de piedras sueltas que se precipitaba a través de una cuesta pronunciada. A lo lejos, en el fondo de un valle relativamente ancho para aquel paisaje montañoso y agreste, se adivinaban las siluetas de los chopos que marcaban el discurrir de un riachuelo, pero también podía ser la cola del embalse.

 

Pequeñas piedras salían disparadas como proyectiles al paso de mi coche, que avanzaba dando saltos al cruzar las agüeras que desviaban el agua del camino para evitar que las escorrentías lo descarnaran. Me conocía bien aquellas sacudidas después de recorrer durante años los caminos de mi pueblo. El Dyane para eso era que ni pintado. Parecía que, tras una de aquellas sacudidas, iba a despegar a volar en cualquier momento, pero, afortunadamente, siempre permanecía aferrado a la tierra, cuanto más desnuda, mejor. No le gustaba el asfalto, igual que me pasaba a mí.

 

Vueltas y revueltas hasta que, ya casi de noche, mi viaje iniciático desembocó en un grupo de casas desordenadas, donde las ruinas alternaban con viviendas adecentadas de forma caótica que aparentaban ocupación humana permanente. Las calles de tierra estaban salpicadas de manchones de cemento a las puertas de algunos de aquellos edificios de dudosa habitabilidad. No me importaba. En verano, cuando todavía trabajaba en el campo, había dormido en pajares arropado con una manta agujereada. Allí estaría bien, siempre que el sueño igualitario se pudiera realizar, o al menos intentar. Empezaba mi revolución. No cambiaría el mundo pero sí mi vida.

 

No había nadie por la calle. Sólo se escuchaban algunos ladridos espaciados. Al poco de detener el coche, unos perros se acercaron, amistosos, a olisquearme. A pesar de que salía humo de las chimeneas de algunos caserones, la presencia humana era, de momento, una mera intuición. Llamé a la puerta de la casa que me pareció más acogedora y con indicios más certeros de vida. Salió a la puerta un joven vestido con unos pantalones floridos y anchos de aspecto moruno. El jersey le venía muy ancho. Se había dado mucho de sí a fuerza de lavados. Para un chaval como yo, que sólo se sentía cómodo enfundado en tejanos, era una indumentaria chocante, casi cómica. Pregunté por Eladio. Unos conocidos suyos me habían dicho en el pub de mi pueblo que era un buen tipo. -Un poco flower-power –me dijeron-, pero buen  tipo.

 

Había huido de la gran ciudad en compañía de Magdalena y dos chiquillos en busca de un sueño, que yo presuponía gemelo del mío. Mi interlocutor no era Eladio, pero me indicó con la mejor sonrisa donde podía encontrarlo. Aunque había anochecido, pude distinguir la silueta de una casa sobre el fondo gris oscuro del cielo. Sí, allí, en la casa al final de la calle, vivía mi hombre. Mi interlocutor se ofreció a acompañarme. Me explicó que, con Eladio, criaba un cerdo que sacrificaban en invierno por todo lo alto en la fiesta de la matacía. Había otra familia en el pueblo, pero eran vegetarianos y preferían quedarse al margen de aquella sangrienta celebración. Tampoco a mí me gustaba la matanza cuando se hacía en mi casa. La recordaba como un terrorífico capítulo de mi infancia. Llamamos a la puerta de otro caserón destartalado, aunque acogedor. Sobre la puerta, un colgante con pequeñas piezas cerámicas pendientes de hilos avisaba con un suave tintineo de las escasas visitas. Junto al portal, sobre un banco de piedra, una calabaza pintada de vivos colores alertaba de la presencia de niños. A los pocos minutos, apareció otro hombre de barba poblada, ropa suelta –otra vez aquel aire oriental- y pelo con rastas a lo Bob Marley. Me invitó a entrar en su hogar. Empezaba a hacer frío y había mucha humedad fuera. Dentro, una chimenea quemaba leña. Su resplandor llenaba una amplia habitación y el olor del humo de la madera se mezclaba con un aroma a hierbas aromáticas que no logre identificar, a pesar de que me resultó familiar.

Eladio me contó su historia y la de Magda. También me hablaron de aquel diminuto pueblo que, junto con compañeros llegados de otras ciudades, habían arrebatado al olvido y la ruina. La presa que tiranizaba con su presencia todo el paisaje se remontaba al año 1923. Al expropiar los terrenos afectados, se habían adquirido otras propiedades que finalmente se salvaron de la inundación, entre ellas el caserío donde Eladio y sus amigos habían creado su Arcadia feliz. Todos habían llegado de grandes ciudades hartos del asfalto, de trabajos esclavizantes, de sus familias, del tráfico y de la contaminación.

 

interior-cementerio.jpg-Yo tenía amigos que iban a trabajar todos los días con corbata y traje, pero el estrés no les dejaba dormir. Su principal diversión era esnifar. Se deprimían. Dos de mis mejores colegas acabaron tirándose desde la terraza de un rascacielos. La última vez que los vi estaban despanzurrados sobre el asfalto cubiertos por una sábana blanca ensangrentada. Y yo no quería ese futuro para mí ni para mis hijos.

 

Me explicó que había encontrado al fin la tranquilidad, la vida en medio de la naturaleza, sin horarios, sin patrón, sin ruido de coches ni polución. Cultivaba un huerto del que obtenían todas las hortalizas que necesitaban, sin recurrir a insecticidas ni pesticidas. Como tenían unas cabras para leche y criaban un cerdo, disponían de estiércol suficiente para desterrar los sacos de abono granulado –potasio-nitrógeno-fósforo- que tantos dolores de espalda me causaban en el almacén. Magda se encargaba de preparar el plantero con las simientes de su propia cosecha. Aquella era la vida que ellos buscaban. Para ganar algún dinero habían montado un taller de marroquinería en el antiguo corral de la vivienda. Sus vecinos se dedicaban a los juguetes de madera y la bisutería.

 

Se llevaban bien con los escasos naturales de la aldea que, en verano, todavía se acercaban a visitar sus casas para arreglar goteras, hacer memoria de tiempos pasados y poner flores en las desvencijadas tumbas del cementerio. A través de ellos conocieron cómo el crecimiento de la presa había ido paralelo a la muerte del pueblo. Eladio cambió su inmutable gesto de ingenua felicidad al recordar que el pueblo de al lado, Santolea, desapareció para siempre arruinado por el pantano que le robó el nombre a principios de los años setenta del siglo pasado. Hasta dinamita emplearon para derruir la iglesia, que era el único edificio que se les resistía a los equipos de demolición.

 

Por desgracia, la sed de agua de las tierras llanas es insaciable. Eladio y Magda me explicaron preocupados las previsiones de recrecimiento de la presa, que les obligarían a dejar su hogar. El asunto pintaba muy mal. La obra consistía en elevar la altura de la presa en 16 metros con lo cual se incrementaba la capacidad del pantano hasta más que duplicarse. Se habían interesado por el proyecto; por cómo pararlo. Era el único nubarrón en el horizonte de aquel panorama idílico, pero se trataba de un nubarrón que traía tormenta, seguro. No querían dinero, ni compensaciones, querían seguir viviendo en sus casas pero la Administración se comportaba como si ellos no existieran.

 

-No queremos que nos pase lo mismo que a los de Santolea, que, cada vez más acorralados por el pantano, tuvieron que marcharse. De aquel pueblo sólo quedan ruinas. Pero nosotros no nos iremos. Si hace falta nos subiremos al tejado de nuestra casa para que no nos echen –dijo con una firmeza insólita Magda-.

 

-También es verdad que llevan hablando de esta obra cincuenta años y, como parece que no hay dinero, el asunto va para largo –la tranquilizó Eladio-.

 

Me preguntaron que cómo me había enterado de que vivían allí. Que a qué debían mi visita. Me invitaron a una taza de café, que yo agradecí porque estaba destemplado por el frío y la humedad de aquella hondonada pegada al pantano. No tenían azúcar y me ofrecieron miel para endulzar. Bueno, no era lo mismo pero hizo su efecto. Los dos niños –un chico y una chica-, que hasta entonces habían jugado en un rincón poco iluminado, se acercaron a la mesa. Me parecieron muy bajitos para la edad que decían tener. Sonrieron y mojaron sus dedos en la miel antes de volver a su rincón. La habitación principal de la casa era grande pero estaba semivacía. No había televisión y el único vestigio electrónico que adiviné entre las estanterías en penumbra fue algo parecido a una radio. Había sacrificado todas las comodidades a las que yo estaba acostumbrado, que tampoco eran muchas. Demasiado sacrificio.

 

Mentí. Recordé al periodista que había estado hacía unos días en el almacén preguntando por un asunto relacionado con unos abonos que habían arrasado cultivos de vivero en Andalucía. Quería saber si distribuíamos la misma marca en la zona. Les dije a Eladio y Magda que trabajaba para un periódico y quería hacer un reportaje sobre su forma de vida. Se pusieron alerta. Con la misma tranquilidad adormecida con la que me habían hablado desde mi llegada, me dijeron que no, que si aparecían en los periódicos su forma de vida estaría amenazada. Me rogaron que le pusiera cualquier excusa a mi director para no escribir aquel reportaje, que sería la sentencia de muerte para la existencia que habían elegido.

 

-¡Bueno, que le vamos a hacer! Lo he intentado –de nada sirve enfrentarse a la fatalidad, fingí encogiendo los hombros.

 

Salí de la casa. Eladio y Magda se despidieron desde el portal. Subí a mi coche y llegué a casa muy de noche. Al pasar por el comedor, mi madre señaló aparatosamente con el dedo a su reloj. Mi padre dormitaba a su lado con la tele encendida y no se dio cuenta de mi llegada. Mejor.

 

Por el camino, desde el pantano de Santoles a mi casa, aún tuve tiempo de escuchar la radio. El boletín comarcal abría con una noticia “de alcance”: “El Gobierno adjudica el recrecimiento del pantano de Santolea, una obra largamente reivindicada por toda la cuenca del Guadalope. Las obras empezarán en un plazo de pocos meses”.

 

Las excavadoras del progreso se disponían a aplastar la burbuja de Arcadia.