Santolea: demasiados puntos suspensivos

José Giménez Corbatón

 

 

Cartel-SANTOLEA---Corbatón.jpgDurante mucho tiempo he recordado aquel episodio, aunque no lo viví ni fui testigo. Finales del siglo XIX. Una fecha que no puedo precisar. La mujer nació hacia 1875, año arriba año abajo. Aquella mañana caminaba deprisa, sola, y llevaba un niño en brazos. Una larga marcha de varias horas. El niño tenía fiebre. Fiebre alta. Era su cuarto hijo. Dos niñas habían muerto antes que él. Tenía un primogénito, que había nacido siendo ella muy joven, y ése que ahora iba a morir en sus brazos, de garrotillo, antes de que la mujer llegara a su destino. El médico de Santolea ya sólo podría certificar su muerte. La mujer pariría ocho hijos más. Se llamaba María, y era mi abuela: María Carod. Basta con consultar cualquier enciclopedia para saber que el garrotillo es como se llamaba entonces a la difteria. Hasta 1928, año en que el veterinario y biólogo francés Gaston Ramon descubrió la vacuna antidiftérica, el garrotillo fue una plaga para la infancia. Morían niños a miles, en todo el mundo. Aquel niño, que pudo haber sido mi tío, se llamaba Ricardo. Así me lo han contado. Me han hablado de él en pocas ocasiones. Es un recuerdo demasiado lejano, demasiado triste. Me ha hablado de él alguna hermana que no lo conoció, quien a su vez había oído contar su breve paso por este mundo. Quizá fue enterrado en el cementerio de Santolea, o en el de Ladruñán. Nunca lo he sabido. Nadie lo recuerda. Ricardo se asfixió en brazos de mi abuela María. La difteria obturaba las vías respiratorias, en particular si se trataba de lactantes. Mi tío Ricardo debía de ser lactante. La enciclopedia explica: la difteria provoca accesos disneicos con tiraje, y conduce a la muerte.

 

Puedo a ver a mi abuela hollando la senda que bordeaba el río, a favor de la corriente, cruzar los juncales de las Contiendas, serpentear hasta el lavadero. No sé en qué momento, en qué lugar preciso, el niño dejó de respirar. Sufrió el tiraje. Puedo oír el llanto de mi abuela. La enciclopedia también dice que el tiraje es una deformidad en forma de depresión de la pared costal, en especial el hueco epigástrico y el supraesternal. Aparece en casos de insuficiencia respiratoria intensa.

 

En mi infancia, y en mi adolescencia, fui muchas veces a Santolea. La cruzábamos cuando veníamos de Zaragoza, camino de la Central eléctrica del Maestrazgo, o del Cantalar, donde miembros de mi familia llevan viviendo desde 1924. Antes lo hicieron en una Central más alejada todavía, cerca de las hilaturas de la Ponseca, la Morellana. Mi abuela traía a su hijo Ricardo desde la Morellana. Son varias horas de camino. El niño sucumbió a las fiebres, se asfixió, antes de que mi abuela alcanzara Santolea.

 

El día de nuestra llegada, en verano, nos deteníamos en muchas puertas. Seguramente algunas de esas puertas aparecen en las fotos que ahora podemos ver en este libro. Esas fotos me evocan la Santolea de entonces, que a mí tanto me gustaba. Durante nuestra estancia en la Central, iba con mi tío a lomos de yegua o de mula, y comprábamos en la tienda, donde a mí me parecía que vendían de todo. También recuerdo el bar. La carnicería. La iglesia. El calvario.

 

He escrito muchos relatos que transcurren en Santolea, aunque he preferido llamarla Cantalar, para evitar la estrecha vinculación entre mis ficciones y un solo pueblo. Siempre que he escrito sobre Cantalar lo he hecho pensando en Santolea, en sus calles, sus casas, en su cementerio. He escrito relatos de maquis muertos, de indianos, de paseos por sus calles, historias de amor; hasta imaginé que alguien abría una pescadería en Cantalar. O que trasladaban los muertos desde el cementerio hasta otro lugar, como lo vi hacer en una película americana en la que un pueblo perecía inundado por un pantano.

 

Era un adolescente cuando, con mi pequeña Werlisa, hice fotos de una Santolea ya abandonada, antes de que las excavadoras la echaran abajo, nadie sabe por qué. Para evitar el pillaje, dijeron. Pero a nadie se le ocurre derribar su casa para que no la asalten los ladrones. Eso sólo se le podía ocurrir a los franquistas de entonces, a la Confederación Hidrográfica del Ebro. Hice una foto, por aquellos días, de un cartel que plantó la Confederación Hidrográfica del Ebro a la entrada de una Santolea vacía, cubierta de hierbajos, donde bramaba la soledad.

 

Ese cartel me ha perseguido siempre, me ha obsesionado. Me han obsesionado la amenazante conjunción copulativa y los no menos amenazantes puntos suspensivos que daban término a su mensaje, a su advertencia. El cartel lo puso –lo firmó- la Confederación Hidrográfica del Ebro. Decía, en primer lugar: “Respetad el pueblo y las plantas”. Respetad el pueblo que no ha respetado la emigración forzosa, el recrecimiento de la presa del pantano, la misma Confederación Hidrográfica del Ebro que ahora pide respeto para las ruinas que ha creado. Respetad las plantas. ¿Qué plantas?, me preguntaba yo. ¿Las que crecen sin control en las calles, en las puertas de las casas? ¿Las que trepan hasta los balcones y las solanas? ¿Las que salpican y enturbian el atrio de la iglesia?  Pero falta lo peor. El cartel de la Confederación se completa con el verdadero motivo que movió a escribirlo: “Prohibido tocar nada bajo multa de 1000 pts. (sic) y....... (sic otra vez).” Si la demolición del pueblo se llevó a cabo, durante siete meses, a partir de febrero de 1972, el cartel se colocó con anterioridad. Mil pesetas del año 69 o del año 70, pongamos por caso, no era poca cosa. Pero es esa siniestra conjunción “y”, y esos seis, ¡seis!, puntos suspensivos, los que me han sumido siempre en la perplejidad. Y en el pánico, por toda la prepotencia política que encierran.

 

Mi nostalgia de Santolea se abre con un episodio que no viví nunca, el de mi abuela corriendo abrazada al cadáver de su hijo, demasiado tarde ya, hacia la casa del médico. Se alimenta con varias ficciones que me han ayudado a reinventarla. Y se cierra con esos puntos suspensivos que son el reflejo de unos años empeñados en acabar con el pasado rural del que provenimos.