El
laberinto catalán, una visión desde dentro
Andrés
Añón
Empezaré diciendo que me
producen cierto repelús expresiones del tipo nación, estado, patria... y
más aún toda la simbología que arrastran, prefiero hablar de comunidades o
sociedad. Y entiendo que las sociedades, igual que los matrimonios, se amen o
simplemente sean de conveniencia, y que en cualquier momento puedan romperse y
caminar cada una por su cuenta; en este caso el divorcio puede ser amistoso o
traumático, pero en cualquier caso legal.
Otra
cosa mucho más confusa es eso del derecho a decidir, porque a la hora de
decidir algo ¡ bien tendrá que haber un acuerdo! No me imagino un matrimonio en
el que uno de los cónyuges decide cuanto quiere aportar a la economía familiar,
donde quiere vivir o con quien quiere tener hijos sin que el otro tenga nada
que decir.
Hechas
estas reflexiones, me centraré en el tema a partir de un excelente artículo de
Ramón Jáuregui, publicado hace un par de meses
en La Vanguardia, en el cual el político vasco abogaba por una
negociación que acabara en una ponencia que permitiera reformar la Constitución, de manera pactada con
Cataluña, para poder abordar ajustes de tiempo y de contexto, y acababa
diciendo que la crisis ha puesto el descontento de la sociedad al servicio de
una campaña maniquea y antiespañola, en un clima de exaltación sentimental
hábilmente manipulado por los poderes territoriales. Está claro que Jáuregui,
curtido en las manipulaciones y demagogias que rodean a los nacionalismos en
ambas direcciones, percibe que se está utilizando de manera coyuntural la
política de recortes y el malherido orgullo nacional. No es, a mi modo de
entender, lo que realmente está pasando en Cataluña. Yo veo que una gran
mayoría de la sociedad civil ha
arrastrado al gobierno de CIU, que no llevaba ningún proyecto de independencia
en su campaña electoral, a liderar el soberanismo.
Fue
la gran manifestación de la Diada del 2012 la que activó el proceso y puso a
los medios públicos al servicio de este fin. Pocos días más tarde, en un
partido de fútbol Barça- Madrid, noventa
mil espectadores portadores de cartulinas rojas y amarillas formaron una enorme
bandera catalana y gritaron al unísono “Independencia” en el
minuto 17.14, convirtiendo un lance deportivo en un efeméride de exaltación
patriótica sin precedentes, como si el pobre equipo rival fuera el causante de
su opresión nacional. Ya sé que muchos me tacharán de simplista porque dirán
que lo que se intentaba era difundir,
trascender un propósito, pero la estética de ese acontecimiento causó tal
impacto en la sociedad española que el presidente Mas aprovechó todas sus
intervenciones posteriores para expresar reiteradamente la voluntad democrática
del pueblo catalán, una voluntad que no pongo en duda a la vista del desarrollo
de posteriores manifestaciones ciudadanas, como la cadena humana
organizada el pasado 11 de septiembre,
pero que contrasta con revelaciones de personajes acreditados en política o cultura; como las del anterior
presidente del Institut d'Estudis
Catalans Salvador Giner que calificaba de
“colaboracionistas caseros” a los antisoberanistas; o
las del dirigente republicano Alfred Bosch quien expresaba su visión ante la
invasión de famosos españoles que firmaban libros durante la Diada de Sant Jordi diciendo: “Cuando seamos independientes, los
mediáticos españoles se aburrirán en las paradas”; o las del cómico Joel Joan
que afirmaba que “cuando se gire la tortilla, los que no sean independentistas
serán traidores”...
Vivimos
pues una época de relaciones muy tensa donde, en palabras de Miquel Roca, “la
discrepancia ha dado paso a la intolerancia”. Intentando desde dentro
edulcorar, atemperar, o no sé bien qué esta tensión, los medios de comunicación
muestran en titulares las declaraciones del presidente de la Generalitat Artur Mas: “Cataluña siente afecto por España pero
desconfía de sus gobernantes”. - Nada más lejos de la realidad - la Cataluña
que él representa creó hace tiempo las bases de la desafección, y lo
políticamente correcto es emplear eufemismos para referirse a España; así,
siempre se alude al Estado, un ente puramente administrativo despojado de
cualquier sentimiento afectivo o proyecto común. Existe una antipatía maniquea
entre catalanismo y españolismo, y cualquier niño utiliza la
palabra españolista como insulto sin saber bien lo significa. Un buen
ejemplo de esta animadversión es el
simposio que mientras escribo estas líneas se celebra en Barcelona y cuyo
título envenenado “España contra Cataluña” es bastante significativo. A este respecto apostillo que, si bien
comparto la opinión de Oriol Junqueras cuando expresa que la intolerancia del
gobierno central es un fábrica de independentistas, añado que semejantes
epígrafes son el alimento ideal para la catalanofobia.
Que
Cataluña no siente ningún afecto por España ya se hizo patente en el gobierno
del tripartit, cuando se quisieron barrer modelos o
idiosincrasias comunes, sobre todo de cara al turismo exterior; o cuando se
esquiva cualquier relación con lo genuinamente español. En este sentido es
notorio que un “comité de sabios” de Barcelona haya denegado a la productora
Diagonal TV el rodaje de un capítulo de la serie televisiva “Isabel” en la monumental Plaza del Rey de la
ciudad, y no deja de resultar paradójico que el mismo comité, que permite la
instrumentalización política que se está haciendo en todo lo referente a la
Guerra de Sucesión, deniegue dicho rodaje alegando “falta de rigor histórico”.
Así
pues, todo está dispuesto para el proceso secesionista; el gobierno catalán,
mucho antes de saber la respuesta de la ciudadanía, ya ha puesto en marcha el
Consejo de Transición Nacional, encargado de generar estructuras de Estado,
algo impensable en el caso británico-escocés, que tanto se pone como ejemplo en
Cataluña de proceso democrático. Los medios de información públicos son canales
de propaganda unidireccional, cualquier voz exterior a favor de la causa es
jaleada al máximo, la discrepancia minimizada, cuando no ridiculizada. No se
quiere un debate sereno y neutral, no interesa que la ciudadanía conozca las
consecuencias negativas que la independencia puede acarrear, no importa que
Barcelona pierda el poder logístico que tiene respecto a España, algo que indudablemente beneficiaría a las comunidades
colindantes de Aragón y Valencia. En resumen, en el entusiasmo soberanista, en
la búsqueda redentorista del estado propio,
no se contrastan ni valoran opiniones sino que se crea opinión y aquí
está, a mi modo de ver, la verdadera manipulación.